LA CELEBRACIÓN DE LA DISFUNCIONALIDAD FASCINA Y ESTREMECE CON PHANTOM THREAD [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
Sólo un maestro en estado de gracia, sólo un absoluto virtuoso del lenguaje cinematográfico podría firmar esta sutil y arrebatadora pieza de cámara
En el cine de Paul Thomas Anderson, los binomios disfuncionales siempre son un modelo a escala para estudiar las relaciones de poder. There Will Be Blood (2007) trata la batalla autodestructiva que une Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) y Eli Sunday (Paul Dano) como reflejo distorsionado de la tensión entre capitalismo y fundamentalismo religioso sobre la que se cimentó Estados Unidos. The Master (2012) reinterpreta a los dos modelos de masculinidad norteamericana que emergieron del trauma bélico, El Iluminado (Philip Seymour Hoffman) y El Errante (Joaquin Phoenix), como unos L. Ron Hubbard y John Steinbeck atrapados en una simbiosis hegeliana de maestro y sirviente. Inherent Vice (2014) contemplaba a sus respectivas encarnaciones de la Contracultura (Phoenix) y El Sistema (Josh Brolin) como dos cartoons de la Warner comunicados por un sentido del exceso similar, si bien extrañamente desplazado. Y así llegamos a Phantom Thread, quizá el más radical y misterioso de todos sus binomios, capaz de utilizar las biografías de diseñadores como Balenciaga o Charles James a modo de interesante pista falsa: en realidad, a PT no le interesa hablar de alta costura, sino de autoridad patriarcal (y, sobre todo, de su interpretación freudiana).
Daniel Day-Lewis se transmuta en Reynolds Woodcock -sin duda, el maestro Thomas Pynchon aplaude la audacia de su alumno a la hora de nombrar personajes-, depredador alfa de la moda londinense en la década de los cincuenta y autodenominada figura mesiánica dentro de una Casa (en el sentido más amplio del término) regida por la más estricta y monacal de las rutinas, donde un enjabre de mujeres asalariadas llega a primera hora para dar forma concreta a la visión del artista y lo que se espera de sus parejas sentimentales, siempre prescindibles, es un simple silencio admirativo. Desde los primeros minutos, Phantom Thread enlaza el genio creativo con la autoridad masculina, tan voluble y asimétrica como intoxicada por el privilegio de quien se considera guardián estético e incluso moral de la aristocracia europea. En un detalle de puro genio, la irrupción de Alma (soberbia Vicky Krieps, cuya carrera habrá que observar con atención) en el universo de Woodcock es representada a través de un traspiés. Una ruptura del orden establecido. Una disrupción que el diseñador interpreta como invitación a iniciar un juego definido, de manera literal, por la voracidad de él y la presteza con la que ella es capaz de saciarla. Anderson delimita con habilidad las reglas durante todo este primer acto. A partir de entonces, se centra en la negociación de un hundimiento simbólico. O, quizá, en la desintegración y posterior reestructuración de su relación de poder más fascinante hasta la fecha.
2017 ha sido un año especialmente fértil para el género gótico y su persistencia en el panorama cinematográfico, pero Phantom Thread difiere de obras tan interesantes para el análisis como mother! o Marrowbone en su gestión del arquetipo femenino: en lugar de perseguir la huida o la aniquilación de un orden patriarcal asfixiante, Alma propone algo tan perverso y contemporáneo como transformarlo desde dentro en algo más proporcional. No es una fantasía escapista, sino una llamada a las armas que reconoce los abismos de pasión humana necesarios para poner en pie toda relación afectiva. Si Punch-Drunk Love (2002) identificaba romance con enfermedad mental a través de un formalismo tan excéntrico como normalizador, aquí Anderson ejecuta diferectamente una sinfonía de la disfuncionalidad, una celebración del kink que nunca cae en la obviedad de reducirlo todo a una cuestión sexual: de hecho, se omite cualquier secuencia de ese tipo, pues esto va mucho más allá de la carne. La mirada indescifrable de Cyril (extraordinaria Lesley Manville) hace las veces de tercer vértice de la relación, eco al mismo tiempo de una Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940) que se suma a la alucinante The Passionate Friends (David Lean, 1949) y The Servant (Joseph Losey, 1963) en el siempre desafiante diálogo que esta obra maestra mantiene con sus referentes.
No es casual que Alma nos introduzca en su historia con Reynolds a través de su conversación con un personaje en off, pues Phantom Thread hace algo tan complejo como arrojar una mirada imparcial y distanciada sobre un tsunami emocional. El juicio definitivo pertenece a cada espectador, lo que convierte esta película en el trabajo más enigmático de su director, pero también en el más accesible, el que presenta las claves últimas de su estilo en toda su majestuosa desnudez. Caemos en sus redes a través de un montaje fluido, casi onírico, y nos dejamos llevar por la partitura clásica de Jonny Greenwood, dada a romperse en momentos puntuales, cuando la propia película incurre también en disonancias y notas aparentemente desafinadas, como pequeños jirones azarosos que rompen la armonía de un vestido de boda demasiado perfecto. Day-Lewis hace bien en anunciar su retiro preventivo, pues es poco probable que el futuro vuelva a depararle un papel que le permita explorar la fragilidad edípica inherente a toda autoridad patriarcal (esa conversación con la madre muerta...) tan a fondo como este. Celebración del deseo como territorio indescifrable y guante de seda que acaba dejando marcas imborrables en nuestra memoria cinéfila, Phantom Thread es arte sublime.
En el cine de Paul Thomas Anderson, los binomios disfuncionales siempre son un modelo a escala para estudiar las relaciones de poder. There Will Be Blood (2007) trata la batalla autodestructiva que une Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) y Eli Sunday (Paul Dano) como reflejo distorsionado de la tensión entre capitalismo y fundamentalismo religioso sobre la que se cimentó Estados Unidos. The Master (2012) reinterpreta a los dos modelos de masculinidad norteamericana que emergieron del trauma bélico, El Iluminado (Philip Seymour Hoffman) y El Errante (Joaquin Phoenix), como unos L. Ron Hubbard y John Steinbeck atrapados en una simbiosis hegeliana de maestro y sirviente. Inherent Vice (2014) contemplaba a sus respectivas encarnaciones de la Contracultura (Phoenix) y El Sistema (Josh Brolin) como dos cartoons de la Warner comunicados por un sentido del exceso similar, si bien extrañamente desplazado. Y así llegamos a Phantom Thread, quizá el más radical y misterioso de todos sus binomios, capaz de utilizar las biografías de diseñadores como Balenciaga o Charles James a modo de interesante pista falsa: en realidad, a PT no le interesa hablar de alta costura, sino de autoridad patriarcal (y, sobre todo, de su interpretación freudiana).
Daniel Day-Lewis se transmuta en Reynolds Woodcock -sin duda, el maestro Thomas Pynchon aplaude la audacia de su alumno a la hora de nombrar personajes-, depredador alfa de la moda londinense en la década de los cincuenta y autodenominada figura mesiánica dentro de una Casa (en el sentido más amplio del término) regida por la más estricta y monacal de las rutinas, donde un enjabre de mujeres asalariadas llega a primera hora para dar forma concreta a la visión del artista y lo que se espera de sus parejas sentimentales, siempre prescindibles, es un simple silencio admirativo. Desde los primeros minutos, Phantom Thread enlaza el genio creativo con la autoridad masculina, tan voluble y asimétrica como intoxicada por el privilegio de quien se considera guardián estético e incluso moral de la aristocracia europea. En un detalle de puro genio, la irrupción de Alma (soberbia Vicky Krieps, cuya carrera habrá que observar con atención) en el universo de Woodcock es representada a través de un traspiés. Una ruptura del orden establecido. Una disrupción que el diseñador interpreta como invitación a iniciar un juego definido, de manera literal, por la voracidad de él y la presteza con la que ella es capaz de saciarla. Anderson delimita con habilidad las reglas durante todo este primer acto. A partir de entonces, se centra en la negociación de un hundimiento simbólico. O, quizá, en la desintegración y posterior reestructuración de su relación de poder más fascinante hasta la fecha.
2017 ha sido un año especialmente fértil para el género gótico y su persistencia en el panorama cinematográfico, pero Phantom Thread difiere de obras tan interesantes para el análisis como mother! o Marrowbone en su gestión del arquetipo femenino: en lugar de perseguir la huida o la aniquilación de un orden patriarcal asfixiante, Alma propone algo tan perverso y contemporáneo como transformarlo desde dentro en algo más proporcional. No es una fantasía escapista, sino una llamada a las armas que reconoce los abismos de pasión humana necesarios para poner en pie toda relación afectiva. Si Punch-Drunk Love (2002) identificaba romance con enfermedad mental a través de un formalismo tan excéntrico como normalizador, aquí Anderson ejecuta diferectamente una sinfonía de la disfuncionalidad, una celebración del kink que nunca cae en la obviedad de reducirlo todo a una cuestión sexual: de hecho, se omite cualquier secuencia de ese tipo, pues esto va mucho más allá de la carne. La mirada indescifrable de Cyril (extraordinaria Lesley Manville) hace las veces de tercer vértice de la relación, eco al mismo tiempo de una Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940) que se suma a la alucinante The Passionate Friends (David Lean, 1949) y The Servant (Joseph Losey, 1963) en el siempre desafiante diálogo que esta obra maestra mantiene con sus referentes.
No es casual que Alma nos introduzca en su historia con Reynolds a través de su conversación con un personaje en off, pues Phantom Thread hace algo tan complejo como arrojar una mirada imparcial y distanciada sobre un tsunami emocional. El juicio definitivo pertenece a cada espectador, lo que convierte esta película en el trabajo más enigmático de su director, pero también en el más accesible, el que presenta las claves últimas de su estilo en toda su majestuosa desnudez. Caemos en sus redes a través de un montaje fluido, casi onírico, y nos dejamos llevar por la partitura clásica de Jonny Greenwood, dada a romperse en momentos puntuales, cuando la propia película incurre también en disonancias y notas aparentemente desafinadas, como pequeños jirones azarosos que rompen la armonía de un vestido de boda demasiado perfecto. Day-Lewis hace bien en anunciar su retiro preventivo, pues es poco probable que el futuro vuelva a depararle un papel que le permita explorar la fragilidad edípica inherente a toda autoridad patriarcal (esa conversación con la madre muerta...) tan a fondo como este. Celebración del deseo como territorio indescifrable y guante de seda que acaba dejando marcas imborrables en nuestra memoria cinéfila, Phantom Thread es arte sublime.
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