¿CÓMO HUBIERAN SIDO LOS INSTAGRAM DE ANDY WARHOL Y SALVADOR DALÍ? [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
"Nunca he conocido a nadie a quien no pudiera considerar una belleza. Todo el mundo es bello en algún momento de su vida. Por lo general, en diferentes grados. A veces, algunos son guapos cuando son bebés y no lo son cuando crecen, pero pueden volver a serlo una vez más cuando envejecen. Otros pueden ser gordos pero tener una bonita cara. O piernas arqueadas y un cuerpo hermoso". Hace 40 años, Andy Warhol (Pittsburgh, EE UU, 1928) tenía una idea bastante clara, seguramente acertada, sobre el misterio de la belleza. Era, a su juicio, un rasgo inherente a nuestra condición humana: algo tan democrático como la necesidad de comer o socializar con los demás. Sin embargo, tal y como reconoció él mismo en su libro titulado Mi Filosofía de A a B y de B a A (1975), desconocía el elemento que la convertía en algo tan intrigante e indescifrable cuando se manifestaba en imágenes: "Las bellezas en fotografía son distintas a las bellezas en persona. Ese magnetismo de la pantalla es algo secreto: si pudieras al menos hacerte una idea y saber cómo hacerlo, tendrías realmente un buen producto para vender".
Y aquí estamos, casi medio siglo después, enfrentándonos a este rompecabezas. En la era Instagram, la red social que ha convertido la belleza y la fotografía en fundamentos radicalmente democráticos y de consumo masivo, todavía no sabemos lo que nos fascina de ellas. Pero las necesitamos como las plantas al oxígeno y constituyen uno de los rasgos distintivos de nuestro tiempo. No hace falta ser muy sagaz para imaginar que Warhol, uno de los pocos artistas vanguardistas que consiguió encajar en los moldes de la cultura de su tiempo, habría sido un hiperactivo instagramer. Esta herramienta creada por Kevin Systrom y Mike Krieger en 2010 simboliza la consecución del sueño más elevado de quien afirmó que en el futuro todos tendrían sus 15 minutos de fama mundial.
Pero, ¿por qué tenemos tan claro que el fundador de la Factory y flâneur en el New York de los años 60 y 70 habría amado la red social de los likes y los hashtags? Porque, a diferencia del Snapchat, por ejemplo, donde la realidad se muestra sin tamices y la espontaneidad no se fabrica, Instagram alegoriza la perfecta reconstrucción de nuestra propia identidad: nos gusta creer que esa persona que retratamos en un selfie es más nosotros que nosotros mismos. Y es ahí donde asoma la paradoja de este culto solipsista: Instagram no muestra lo que creemos ser sino lo que queremos ser, algo que en última instancia evidencia lo que somos. La red social de los regrams nos delata en el juego consentido de las apariencias fingidas: aceptamos la debilidad moral de nuestra civilización al decidir contar una bella mentira sobre nosotros mismos porque no nos gusta la verdad. Ni falta que hace. Y además no nos importa. Al contrario, alardeamos de ello. Decidimos construir nuestro personaje a fuerza de filtros hasta alumbrar a un superhéroe que no se arruga, que trabaja y socializa sin desfallecer y además luce un aspecto radiante. Está claro que no hay nada más pop que inventarse una personalidad y adoptarla como verdadera.
Antes de la deglución y glorificación warholiana de la vanidad y los objetos de uso común, los dadaístas hicieron lo propio con otras herramientas. Si el artista pop percibía la belleza en una lata de sopa de tomate, los dadaístas defendían la idea de la antibelleza en un urinario convertido en fuente. Ambos proclamaban la necesidad de descontextualizar los objetos, pero unos lo hacían para reírse de los demás y otros para reírse con los demás. Y nadie tiene muy claro quién hacía una cosa y quién la otra. Entre 1916 y 1922, un grupo de iluminados liderados por el poeta rumano Tristan Tzara propugnaron la liberación de la fantasía y el cuestionamiento del arte tradicional. Marcel Duchamp, uno de sus seguidores, allanó el terreno que Warhol transitaría años después en New York: creó decenas de readymades, productos fabricados en masa y elevados a categoría artística. Bueno, en realidad, eso ocurrió años más tarde. En el momento de su concepción los readymades no pretendían ser arte, sino todo lo contrario. En cualquier caso, el desafío estaba ahí, en la reformulación de lo arraigado. Sin deleite estético alguno.
Casi en paralelo a la provocación dadaísta, el poeta francés André Breton teorizó sobre la vanguardia del surrealismo, doctrina alrededor de la cual nació una de las grandes explosiones creativas del siglo pasado. En su libro Manifiesto Surrealista (1924) apoyó "el dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral". O sea, otro genial despropósito tan retador como el dadaísmo. ¿Su particularidad? Pretender proyectar el foco hacia los rincones más oscuros de la mente. Así lo hizo Salvador Dalí, uno de los más prolíficos surrealistas y potencial usuario de Instagram si viviera en nuestros días. No hay más que ver cómo lo describe el profesor Martin Kemp en El Arte en la Historia (2015): "Dalí marcó el nacimiento de un nuevo tipo de artista, para quien el perfil público se convierte en obra de arte por derecho propio. Como Picasso, Dalí fue pionero en interpretar el papel de artista como celebridad mediática, gracias a su reputación exacerbada por una notoriedad cultivada estratégicamente". En cristiano, un instagramer de manual.
Parece evidente que en sus hipotéticos perfiles de la red social, Duchamp habría provocado el caos con sus bravatas estéticas y Dalí habría acumulado millones de seguidores gracias a su frenética actividad (no fuera que alguien ignorara que él también estaba ahí, pues, como dijo en una ocasión, "la mayor desgracia de la juventud actual es ya no pertenecer a ella"). Warhol, por su parte, seguro que habría rivalizado con Justin Bieber por un poco de su dominio del gusto masivo.
Y es que Instagram es un bálsamo en un mundo que se cae a pedazos. Es la revista ¡Hola! del universo digital, donde las tragedias personales se omiten o se cuentan con eufemismos y las historias de amor se conservan en caramelo. Y en un plano conceptual no es otra cosa que el promontorio de las últimas corrientes artísticas de los siglos XIX y XX. Bueno, más bien, lo que ha quedado de ellas en los estratos más populares de la sociedad. Es la consecuencia masiva de las sombras azules impresionistas, la violencia cromática fauvista y el desequilibrio formal expresionista. También es la asunción del desafío perceptivo cubista, la celebración banal de la nada dadaísta y el esplendor veloz del futurismo. Es el espejo cóncavo surrealista que permite dar salida a las emociones reprimidas, donde se proyectan los sueños. Es, en definitiva, POP en mayúsculas. Instagram asume en su totalidad la libertad de expresión de las vanguardias artísticas del siglo pasado.
¿Por qué no seguir participando de este sueño narcisista desde el smartphone? Pero, eso sí, sin agotar a los demás. No debemos olvidar el útil consejo que le dio Julia Warhola (apellido real de la familia) a su hijo cuando vivían juntos en el número 1.342 de Lexington Avenue con la 89: "No molestes, pero haz saber a todos que estás ahí".
Y aquí estamos, casi medio siglo después, enfrentándonos a este rompecabezas. En la era Instagram, la red social que ha convertido la belleza y la fotografía en fundamentos radicalmente democráticos y de consumo masivo, todavía no sabemos lo que nos fascina de ellas. Pero las necesitamos como las plantas al oxígeno y constituyen uno de los rasgos distintivos de nuestro tiempo. No hace falta ser muy sagaz para imaginar que Warhol, uno de los pocos artistas vanguardistas que consiguió encajar en los moldes de la cultura de su tiempo, habría sido un hiperactivo instagramer. Esta herramienta creada por Kevin Systrom y Mike Krieger en 2010 simboliza la consecución del sueño más elevado de quien afirmó que en el futuro todos tendrían sus 15 minutos de fama mundial.
Pero, ¿por qué tenemos tan claro que el fundador de la Factory y flâneur en el New York de los años 60 y 70 habría amado la red social de los likes y los hashtags? Porque, a diferencia del Snapchat, por ejemplo, donde la realidad se muestra sin tamices y la espontaneidad no se fabrica, Instagram alegoriza la perfecta reconstrucción de nuestra propia identidad: nos gusta creer que esa persona que retratamos en un selfie es más nosotros que nosotros mismos. Y es ahí donde asoma la paradoja de este culto solipsista: Instagram no muestra lo que creemos ser sino lo que queremos ser, algo que en última instancia evidencia lo que somos. La red social de los regrams nos delata en el juego consentido de las apariencias fingidas: aceptamos la debilidad moral de nuestra civilización al decidir contar una bella mentira sobre nosotros mismos porque no nos gusta la verdad. Ni falta que hace. Y además no nos importa. Al contrario, alardeamos de ello. Decidimos construir nuestro personaje a fuerza de filtros hasta alumbrar a un superhéroe que no se arruga, que trabaja y socializa sin desfallecer y además luce un aspecto radiante. Está claro que no hay nada más pop que inventarse una personalidad y adoptarla como verdadera.
Antes de la deglución y glorificación warholiana de la vanidad y los objetos de uso común, los dadaístas hicieron lo propio con otras herramientas. Si el artista pop percibía la belleza en una lata de sopa de tomate, los dadaístas defendían la idea de la antibelleza en un urinario convertido en fuente. Ambos proclamaban la necesidad de descontextualizar los objetos, pero unos lo hacían para reírse de los demás y otros para reírse con los demás. Y nadie tiene muy claro quién hacía una cosa y quién la otra. Entre 1916 y 1922, un grupo de iluminados liderados por el poeta rumano Tristan Tzara propugnaron la liberación de la fantasía y el cuestionamiento del arte tradicional. Marcel Duchamp, uno de sus seguidores, allanó el terreno que Warhol transitaría años después en New York: creó decenas de readymades, productos fabricados en masa y elevados a categoría artística. Bueno, en realidad, eso ocurrió años más tarde. En el momento de su concepción los readymades no pretendían ser arte, sino todo lo contrario. En cualquier caso, el desafío estaba ahí, en la reformulación de lo arraigado. Sin deleite estético alguno.
Casi en paralelo a la provocación dadaísta, el poeta francés André Breton teorizó sobre la vanguardia del surrealismo, doctrina alrededor de la cual nació una de las grandes explosiones creativas del siglo pasado. En su libro Manifiesto Surrealista (1924) apoyó "el dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral". O sea, otro genial despropósito tan retador como el dadaísmo. ¿Su particularidad? Pretender proyectar el foco hacia los rincones más oscuros de la mente. Así lo hizo Salvador Dalí, uno de los más prolíficos surrealistas y potencial usuario de Instagram si viviera en nuestros días. No hay más que ver cómo lo describe el profesor Martin Kemp en El Arte en la Historia (2015): "Dalí marcó el nacimiento de un nuevo tipo de artista, para quien el perfil público se convierte en obra de arte por derecho propio. Como Picasso, Dalí fue pionero en interpretar el papel de artista como celebridad mediática, gracias a su reputación exacerbada por una notoriedad cultivada estratégicamente". En cristiano, un instagramer de manual.
Parece evidente que en sus hipotéticos perfiles de la red social, Duchamp habría provocado el caos con sus bravatas estéticas y Dalí habría acumulado millones de seguidores gracias a su frenética actividad (no fuera que alguien ignorara que él también estaba ahí, pues, como dijo en una ocasión, "la mayor desgracia de la juventud actual es ya no pertenecer a ella"). Warhol, por su parte, seguro que habría rivalizado con Justin Bieber por un poco de su dominio del gusto masivo.
Y es que Instagram es un bálsamo en un mundo que se cae a pedazos. Es la revista ¡Hola! del universo digital, donde las tragedias personales se omiten o se cuentan con eufemismos y las historias de amor se conservan en caramelo. Y en un plano conceptual no es otra cosa que el promontorio de las últimas corrientes artísticas de los siglos XIX y XX. Bueno, más bien, lo que ha quedado de ellas en los estratos más populares de la sociedad. Es la consecuencia masiva de las sombras azules impresionistas, la violencia cromática fauvista y el desequilibrio formal expresionista. También es la asunción del desafío perceptivo cubista, la celebración banal de la nada dadaísta y el esplendor veloz del futurismo. Es el espejo cóncavo surrealista que permite dar salida a las emociones reprimidas, donde se proyectan los sueños. Es, en definitiva, POP en mayúsculas. Instagram asume en su totalidad la libertad de expresión de las vanguardias artísticas del siglo pasado.
¿Por qué no seguir participando de este sueño narcisista desde el smartphone? Pero, eso sí, sin agotar a los demás. No debemos olvidar el útil consejo que le dio Julia Warhola (apellido real de la familia) a su hijo cuando vivían juntos en el número 1.342 de Lexington Avenue con la 89: "No molestes, pero haz saber a todos que estás ahí".
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