UN VIAJE AL CORAZÓN DEL CINE INDIE CON WES ANDERSON [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

Si no conoce las películas de Wesley Mortimer Wales Anderson, entonces... ¿para qué está pasando por este mundo?



Tiene en los ojos una escuadra y un cartabón, una caja de acuarelas, un metrónomo, un tocadiscos y el mapa de un mundo que nunca existió. Dicen que nació en Texas, pero podría haberlo hecho en una de las portadas de The New Yorker de Saul Steinberg, o entre los párrafos de un libro de Roald Dahl o en un cuadro de Henri Rousseau. Cree que la gente tiene superpoderes sólo porque los tiene él. Cree que todo el mundo es capaz de eso que él hace: mirar y ver.

Scorsese lo admira, cautivado por la inocencia de su luz. Y él dice que admira a Hitchcock porque en sus planos todo está calculado -como si los suyos no funcionaran con la exactitud de una ecuación-. Uno se imagina que su cerebro ve en Panavisión. Que las mujeres hermosas pasan ante tus ojos en superslow motion. Que cuando pasea en bicicleta por New York es porque pedalear se parece a hacerle un travelling a la ciudad. Y cuando por la noche se duerme, los asistentes de Morfeo se vuelven locos con el diseño de producción: todo tiene que ser perfecto y medido y engamado y al mismo tiempo libérrimo y fantástico. Y en ese escenario supraonírico, sus neuronas tejen historias que un día filmará.

Le gustan los detalles. Hasta los que no se ven. Y es capaz de encargar retratos de sus actores vestidos como sus personajes aunque nunca vayan a colgar de las paredes de su Grand Budapest Hotel. O de escribir un texto de cuatrocientas palabras para un periódico que aparece dos segundos en un plano de Fantastic Mr. Fox. Porque hay que fijarse en las cosas pequeñas. La grandeza está ahí.

"Busca algo que ames y hazlo el resto de tu vida", nos enseña Max Fisher en la Rushmore, entre la clase de esgrima y las labores de apicultura. Eso hace él: hablar de lo que ama. Habla de sus libros de portadas estridentes que dentro guardan historias más coloridas aún. Habla de sus disquitos viejos y sus maletas siempre llenas de sorpresas.

Se preguntaba su amigo Michael Chabon qué hacer con las piezas de la adolescencia cuando éstas se rompen. Él hace películas. Recompone el puzle con la única guía de su memoria. Con su superpoder de mirar levanta un mundo a escala, el lugar imaginado en el que a todos nos hubiera gustado crecer. Con sus pasteles rosas y sus teatros de terciopelo. Con sus trenes que parecen maquetas de coleccionista y sus familias excéntricas. Un escenario de casas de muñecas a donde nos invita a jugar.

Quizá cuando sus padres se separaron empezó a preguntarse por qué el mundo se dividía. Tal vez se preguntó si era posible volver a juntar las dos mitades rotas y que todo funcionara con la exacta proporción que se le presupone a la belleza. Pero la vida nunca fue así. Nada está colocado ni es fotogénico. Eso tendría que hacerlo él.

Y Wes lo hizo mirando a través de su cámara. Creando una realidad de planos simétricos en la que todo está bien. Por eso su universo es paralelo y especular y recíproco. Y si uno le escribe, él te escribe. Y si uno mira, él mira. Y aquellos a los que él ama se colocan en el centro de la pantalla, porque el centro de la pantalla es el centro de la vida. Porque la vida es mejor cuando las piezas las coloca Wes.

Y eso hace. Mirar y construir. Soñar y ver. Pasar la realidad por sus ojos verdes que conservan algo del niño aquel. Esos ojos que son como una escuadra y un cartabón, como una caja de acuarelas, como un metrónomo o un tocadiscos, como el mapa del mundo simétrico que debería existir.

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