ANALIZANDO LA EXPIACIÓN DE TOM CRUISE CON AMERICAN MADE, SU PELÍCULA MÁS CÍNICA Y EXTRAÑA [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

Esta sátira ochentera sin márgenes ni brújula moral clara sólo tiene sentido como acto de expiación para una estrella en plena crisis de identidad


Piensa en Risky Business (1983) y allí está él. Camisa rosa clara, calcetines blancos, slips como sólo los ochenta supieron confeccionarlos, los Ray-Ban Wayfarers, Bob Seger en estéreo, la sonrisa del millón de dólares. Plasmación perfecta del ridículo inherente al estilo de vida preppy que, por alguna razón, y siguiendo el mismo proceso de reconceptualización que experimentó el guión escrito por Paul Brickman, ha acabado tornándose en su celebración cultural definitiva. El director debutante llegó al estudio con un relato admonitorio inspirado en detalles de su propia biografía: éxtasis y caída teen en tiempos de materialismo dialéctico, al menos hasta que el productor Jon Avnet decidió conservar sólo la primera parte del trato. El montaje comercial de Risky Business se cierra con sus dos protagonistas, Joel Goodson (Tom Cruise) y Lana (Rebecca De Mornay), especulando sobre qué les depara el futuro una vez completado su proceso de auto-realización capitalista. "Estaba pensando", dice ella, "en dónde vamos a estar dentro de diez años". "¿Sabes qué?", responde él. "Creo que los dos vamos a triunfar a lo grande".

La fijación de los personajes de Risky Business con el futuro bordea la monomanía. Para Joel, no existe un concepto de mañana que no pase por Princeton, alma mater de su padre, olimpo universitario donde todo hombre de éxito necesita afilar sus armas antes de triunfar a lo grande en la América corporativa (no en vano el chico es miembro de algo llamado Club de Futuros Empresarios en su instituto). "No quiero cometer un error que ponga en peligro mi futuro", le confiesa a su amigo Miles (Curtis Armstrong) en un momento clave de la película, a lo que él responde con un monólogo que bien podría pasar por el credo/mantra de toda una época: "Joel, ¿quieres saber algo?. De vez en cuando, tienes que decir: What The Fuck. What The Fuck te da libertad. La libertad abre la puerta a las oportunidades. Las oportunidades hacen tu futuro".

What The Fuck es exactamente lo que un montón de jóvenes cachorros provenientes de familas conservadoras dijeron alrededor de 1981, cuando el presidente Ronald Reagan puso en marcha una serie de políticas económicas destinadas, nominalmente, a acabar con la estanflación que asediaba al país desde mediados de los setenta. En realidad, las Reaganomics fueron una patente de corso para todo aquel que salía de la Ivy League dispuesto a dejar atrás las certezas autoevidentes que el viejo Partido Republicano tenía con respecto al dinero: olvida la proverbial cautela y el largoplacismo, exclama What The Fuck y sal a conquistar esa nueva frontera. "El atractivo de las Reaganomics", leemos en una carta al director que el New York Times publicó en 1984, "es que anima a la gente que ya puede permitirse ropa cara a que llenen su armario con ella, sin ni siquiera pararse a considerar si sus vecinos van descamisados". Risky Business, en tanto que historia de paso a la madurez para un colegial que convierte la casa de sus padres en un burdel (o, en otras palabras, privatiza la residencia familiar con ánimo de transformarla en un negocio viable), acabó haciendo por los yuppies lo que Easy Rider (1969) hizo por los hippies. Es la película esencial para comprender la primera legislatura de Reagan, así como Top Gun (1986) es la clave para explicar la segunda.

Este blockbuster de cazas y vergudos metidos en aviones Mach 3, producido por Jerry Bruckheimer en estrecha colaboración con asesores del Pentágono, fue fundamental para resucitar la imagen del ejército en unos Estados Unidos aún marcados por la humillación sufrida en Vietnam. Sobre todo, Top Gun llegó en un contexto político marcado por las intervenciones de Reagan en zonas como Libia o la isla caribeña de Granada: poco menos que maniobras militares de bajo riesgo, concebidas simplemente para comprar crédito político a base de subidones patrióticos y distraer la atención de otras cuestiones no-tan-victoriosas. Por ejemplo, la tasa de desempleo de 1982-83 (la más alta desde tiempos de la Gran Depresión). Por ejemplo, el atentado contra los cuarteles de Beirut y la posterior retirada -rabo firmemente entre las piernas- de tropas en la guerra civil libanesa.


Necesidad de la velocidad de un Ford Maverick y el What The Fuck de Joel convirtieron a Tom Cruise en la encarnación perfecta de los años ochenta. En concreto, lo convirtieron en una suerte de quintaesencial Homo Reagan: temerario y sediento en lo económico (Risky Business fusionaba de forma evidente lujuria y avaricia) y más temerario y aún más sediento en lo militar. Resulta, por tanto, enormemente curioso que el actor haya decidido volver a la década que lo convirtió en una supernova a través de una sátira como American Made (2017), retitulada para Sudamerica como Barry Seal. Dirigida por Doug Liman, este biopic postula al tal Seal, piloto de aerolíneas que comenzó a trabajar para la CIA, Noriega y el cartel de Medellín a intervalos regulares, como una suerte de Teoría Unificada de la Era Reagan: sus incursiones en lo que la doctrina tradicional siempre ha considerado el patio trasero de Estados Unidos son la confirmación de que las Reaganomics, las guerras sucias de los servicios de inteligencia, la guerra infinita por el petróleo contra Iran y la "Guerra Contra las Drogas" son lo mejor que se pueden llevar las cosas en este planeta. Sólo nos queda preguntarnos por qué el Homo Reagan ha decidido escoger este momento para mirar hacia atrás con rabia, o para intentar convencernos del carácter inherentemente tóxico de un status quo que él mismo contribuyó a glamourizar desde Hollywood. En otras palabras, American Made es el gran acto de contrición de Cruise, la película con la que pide perdón por aquello que ha llegado a representar como nadie.

Incluso en sus películas más accesibles, lo único que la sonrisa de Tom Cruise nos transmite desde el otro lado de la pantalla es un enigma. Olvida esos diez años que se planteaban al final de Risky Business: el tipo lleva casi 35 siendo la mayor estrella del firmamento. De hecho, nunca ha existido un actor tan taquillero durante tanto tiempo. Y, sin embargo, nunca ha habido un componente auténtico con tanto cariño y devoción taquillera internacional como la que le dan a Cruise: siempre están esos rumores sobre su vida privada, su religión, su carácter casi irreal. Es un astro indiscutible, pero no es un actor. No tiene esa humanidad que han llevado a otros compañeros de generación a ser reconocidos por la Academia, y cuando se ha esforzado por ello -The Last Samurai (2003)-, la experiencia ha sido definitivamente incómoda. Atrapados en esta tesitura imposible, algunos analistas han intentado explicar su siempre relevante carrera a través de un paralelismo ciertamente provocativo: el bull market, o mercado alcista de Wall Street. Los dos cristalizaron en 1983, se hicieron titanes legendarios con Reagan, mantuvieron su leyenda en los 90 y experimentaron su primera gran crisis de identidad a mediados de los 00.

La carrera de Cruise no tuvo una película de -ya no digamos bajo sino- mediano presupuesto que convierta sus dividendos como si hubiera sido un blockbuster explosivo, pero Valkiria (2008) estuvo muy cerca: noticias previas a su estreno en Estados Unidos preparaban el terreno para un desastre bíblico, con Paula Wagner como cordero sacramental para una United Artist que empezaba a tener serias dudas sobre el papel del nazi humano por el que tanto había peleado su campeón. "El deprimente estado de la economía y los alarmantemente bajos niveles de comprensión del Holocausto entre la juventud norteamericana", escribía la revista Advertising Age en las navidades de 08, "marcan un camino difícil" para películas como The Boy in the Striped Pyjamas, Defiance, The Reader o la propia Valkiria, todas del mismo año. Al final, Cruise salvó la camisa gracias a las ventas internacionales, que desde entonces se han convertido en gran tabla de salvación de una carrera puntuada por sinsabores comerciales como los de Knight and Day (2010), Rock of Ages (2012), Oblivion (2013) o Edge of Tomorrow (2014), su primer colaboración con Doug Liman. Jack Reacher fue su gran intento de montar una franquicia paralela a Mission: Impossible, pero el público dejó claro lo interesado que estaba cuando su secuela acabó haciendo lo que se supone que Cruise no hace jamás: perder dinero (o, al menos, no ser capaz de doblar sus 96 millones de presupuesto).

Se imponía una reivención. Al igual que el capitalismo financiero, Tom Cruise es sencillamente demasiado grande para fracasar, y que encierren nuestros nombres en un círculo si somos capaces de imaginar un mundo sin él. Con M:I como única baraja segura en este día y hora, nuestro Ethan Hunt firma un contrato con Universal para, de alguna manera, salir de su zona de confort en dos pasos. Primero, con un blockbuster de terror como The Mummy, unión a contranatura entre las ambiciones del estudio y el ego de la estrella como autor de películas a medida. Esta supuesta piedra fundacional del Dark Universe (su estudio no se ha vuelto a pronunciar al respecto) pasará a la historia, probablemente, por ser la primera película de Cruise que no sigue absolutamente ninguna de esas reglas doradas que Roger Ebert apuntó tras ver Days of Thunder (1990). O, en otras palabras, es la primera película de Tom Cruise que no se siente como una Película de Tom Cruise. American Made, segundo fruto de su nuevo acuerdo con Universal, tampoco tiene en cuenta los mandamientos ebertianos, pero al menos aquí existe un plan: poner su carisma como estrella internacional (la película se ha estrenado en 21 países antes que en el suyo) al servicio de un golpe al Sueño Americano. Sobre el papel, debería haber sido una oportunidad para volar su proyección pública desde dentro, o para hacernos soñar con una película de Martin Scorsese, seguramente protagonizada por una versión más oscura del Homo Reagan.

El único problema es que él ya había trabajado con Scorsese antes. Y que American Made, pese a los mejores esfuerzos de un Liman arrebatado al nivel de ya casi meterse a la escena, nunca es tan feroz en su misión de amoldar ese halo reaganiano con el que a Cruise le gusta salir a actuar. Películas como Goodfellas (1991) o The Wolf Of Wall Street (2013) basan buena parte de su poderío en el descenso a los infiernos morales de sus protagonistas, contemplados por la hiperactiva cámara de su director con una muy católica mezcla entre placer y culpa. Aquí, el protagonista mantiene siempre una brújula moral impoluta: monógamo, paterfamilias del alma y hombre de honor, Barry Seal es un héroe y un patriota que comete errores con las mejores intenciones. Su espiral capitalista siempre se va a combinar con cierto egoísmo ególatra: Cruise utiliza el dinero ilícito de sus Tíos Sam y Pablo (Escobar) para mantener a su esposa e hijas, mientras que la cocaína sólo entra en su vida como fardos de los que deshacerse rápidamente o para tener algún recurso cómico. American Made es, probablemente, la primera película sobre la Medellín de 1985 en la que nadie se mete una miserable raya.

Al final, Seal no es tanto un Judas scorsesiano como un Joel Goodson de mediana edad. Si Risky Business tenía en Lana a su gran figura mefistofélica -una prostituta que sólo se guía por la satisfacción material inmediata y para la que el sexo es una simple transacción de oferta/demanda-, American Made nos presenta un tipo diferente de tentación: encarnado por Domhnall Gleeson, el oscuro agente de la CIA que convence a Barry para decir What The Fuck, trata de esconder bajo la bandera esa inconfundible mezcla de lógica neoliberal, arrogancia política desmedida y ausencia total de honestidad en la esfera pública. Barry Seal acaba siendo ese gran triunfador que Joel se imaginaba diez años después de entrar en Princeton: alguien que ha dicho What The Fuck tantas veces que ya ha perdido la cuenta, así que sólo le queda registrarlo todo en VHS mientras se agarra a la certeza, cada vez más difusa, de que sólo ha hecho lo que su país esperaba de él.

Tiene sentido que "Afganistán" sea una de las últimas palabras que escuchamos en American Made, justo después de que sus pecados del pasado acaben ajustando cuentas con el personaje de Cruise. Así como las guerras sucias de la CIA en los últimos años de la política de bloques acabaron poniendo en marcha la cuenta atrás del 11-S (armar a los talibanes como antes se había armado a los anti-sandinistas), el escándalo de la guerra en medio oriente inauguró una era de la post-verdad que sólo ahora empezamos a sentir en toda su magnitud.

La victoria electoral de Donald Trump ha sido comparada con la de Reagan desde un punto de vista superficial (ambos son profetas que, venidos desde el territorio mágico del show business, decidieron tomar al Grand Old Party -Partido Republicano- como rehén hasta cambiar su misma esencia), pero quizá sea más interesante analizar cómo toda su retórica y sus puntos cardinales ideológicos son consecuencia directa de la post-verdad reaganiana. Es decir, la rienda suelta a un programa económico que se celebra aún hoy como un negocio ideal, cuando realmente todo lo que hizo fue dar el pistoletazo de salida al capitalismo Ponzi y lograr que su país pasara de mayor acreedor a mayor deudor del mundo en sólo ocho años. Hay que desconfiar entonces de todos esos analistas que intentan vender el Trump-Rusia como un nuevo Watergate: lo más probable es que sea un nuevo pretexto para seguir bombardeando zonas civiles, y tanto se va a trabajar en la prensa para justificar todo eso que no tengamos dudas que el presidente podrá quitárselo de encima sin comprometer su puesto ni durante un segundo. American Made, por tanto, no podía llegar en un momento más oportuno. Por fin somos plenamente conscientes de que aquellas viudas de The Gipper han dado lugar a estos borrachos de Bush y a estos avariciosos de Trump, o también podemos ver como la revolución avariciosa de la que se hacía eco en Risky Business acabó encontrando, en la crisis financiera de 2008 y en el populismo de Trump, una némesis equivalente a la que la revolución sexual de los sesenta encontró en el SIDA.

Quizá lo más interesante de American Made sea su intención de volver la vista a los años de Reagan, pero no con nostalgia, sino con revisionismo airado. Cruise ha intentado pervertir su imagen como icono de la economía deshonesta (Risky Business) y el militarismo pop (Top Gun) de esa década. Sin embargo, el astro no ha hecho lo suficiente. Ninguna fiesta ochentera va a distanciarse de las Ray-Ban Wayfarers de Risky Business tras esto, y el anuncio de una secuela tardía de Top Gun significa que de seguro nos espera un revival de todo lo que el Ford Maverick significó para el conservadurismo norteamericano de su época. Al final, volvemos al mismo portón del que salimos: el capitalismo necesita los mismos ciclos de crash and burn que la carrera de Cruise para poder mantenerse con vida después de esos diez años que Lana le pronosticó hacia el final de Risky Business. Ni una momia egipcia, ni una penitencia desmitificadora han sido suficientes: sigamos con las inyecciones de Mission: Impossible y probemos a jugarnos enteros a la carta nostálgica con Top Gun 2, pues El Sistema es simplemente demasiado grande para fallar. Y tampoco nos podemos imaginar una vida sin él, así que: What The Fuck.

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