[CRÍTICA] LA FAMILIA ESTÁ EN LA RUINA: THE FATE OF THE FURIOUS ES UNA DECEPCIÓN [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
La secuencia de presentación de Dwayne Johnson potencia tanto su vis cómica que parece sacada de otra película
Dentro del nutrido fandom de la saga Fast & Furious, quizá la única franquicia realmente global y multicultural de nuestro tiempo, Fast Five (Justin Lin, 2011) ocupa un lugar de privilegio similar al de la eucaristía en la misa cristiana. Su idea central, de la que la familia cinematográfica de Vin Diesel lleva viviendo desde entonces, fue difuminar sus credenciales de explotación de una subcultura (el tuning de principios de los 00) para convertirse en un híbrido perfecto entre blockbuster de acción estándar y fantasía aspiracional para un nuevo proletariado que, por una vez, podía soñar con salvar el mundo desde su carro. Como si se tratase de un deseo concedido por la pata de mono, la bendición de Fast Five ha acabado revelando sus consecuencias más desagradables en The Fate of the Furious (F. Gary Gray, 2017), tercera variación que el guionista Chris Morgan hace de un molde narrativo acuñado hace ya seis años, y primera sin la presencia de Paul Walker, actor tan comprometido con el material que siempre lograba convertirse en el corazón palpitante de cada una de las entregas que protagonizó. Tras su emotiva despedida dentro y fuera de la pantalla, el centro gravitacional de la saga se centra por completo en Diesel, quien (por alguna razón) ha considerado prudente exhibir su... bueno, versatilidad y... ¡oh!, variedad de matices actorales en la conversión al lado oscuro más ridícula, hueca y formulaica desde ese Spider-Man 3 (Sam Raimi, 2007).
El principal problema de The Fate of the Furious es que la idea de Dominc Toretto dando la espalda a su familia de renegados y fuerzas del Bien sin mucho respeto por (comillas con los dedos) las normas (cierre de comillas con los dedos) no es suficiente para sostener el circo de tres pistas en que se ha convertido la franquicia. Furious 6 (Justin Lin, 2013) hizo un buen trabajo resintonizando las claves de Fast Five con una intriga de espías que enfrentaba a los protagonistas a unas versiones especulares de sí mismos, mientras que Furious 7 (2015) contó con la inventiva visual y el formalismo hiperbólico de un James Wan en estado de gracia. Sin ninguno de esos toques de distinción, la película de F. Gary Gray deja patente, desde su mismo prólogo en La Habana, su incapacidad para romper con las inercias narrativas y visuales que se le han impuesto. Por primera vez, las costuras que el guionista Chris Morgan y diferentes realizadores se habían esforzado tanto por ocultar empiezan a mostrarse en todo su esplendor: la secuencia de presentación de Dwayne Johnson potencia tanto su vis cómica que parece sacada de otra película, el número de personajes que sólo existen para exponerle al espectador los datos fundamentales de la trama se multiplica, el conflicto (algo relacionado con unos misiles y la Tercera Guerra Mundial) se torna tan ridículo que la propia película deja de hacerle caso en un momento dado y la presencia de Nathalie Emmanuel (gran incorporación a la familia en la séptima entrega) se vuelve casi redundante, si exceptuamos un triángulo amoroso con Tyrese Gibson y Ludacris que, en realidad, se reduce a un par de chistes corrientes. Todas esas piezas defectuosas estaban presentes en el motor de anteriores entregas, pero aquí es donde realmente empiezan a fallar, precipitando así el colapso de una saga aparentemente incapaz de alcanzar sus habituales cotas de placer cuando todo chirría tanto.
Lo que acaba haciendo que The Fate of the Furious descienda de la categoría de entrega menor hasta la de decepción en toda regla es su desinterés por unos personajes que, independientemente de tus sentimientos hacia ellos, forman parte de la vida de muchos espectadores desde 2001. Cipher, la supervillana interpretada (con una intensidad digna de mejor causa) por Charlize Theron, abre una de las set pieces con la frase "It's zombie time", refiriéndose a su plan para hacerse con el control de un centenar de carros en las calles de New York y, bueno, estamparlos contra la limousine de un embajador. Resulta irónico que la imagen de unos carros generados por ordenador y sin nadie al volante aparezca justo en la película menos humana de toda la franquicia. Y resulta especialmente doloroso que algo así haya ocurrido tras el final de Furious 7, tan poderoso que dio, por fin, sentido a la insistencia con la que Diesel se las arreglaba para colar monólogos de patriarca shakespeariano sobre La Familia desde la cuarta película. Esta tendencia a verbalizar el subtexto sigue presente en The Fate of the Furious, pero convertida ya en parodia de sí misma: cuando Cipher le explica a Toretto que todo el amor que cree sentir por los suyos es sólo una reacción química del cuerpo humano, y cuando este le responde con su enésima metáfora sobre animales salvajes, uno cae en la cuenta de que está viendo más de lo mismo, una simple fórmula gastada por el uso. Los personajes entran y salen de la trama como esos carros controlados a distancia, y a Morgan le da tan igual la lógica interna de su historia que pone a Jason Statham a trabajar con los buenos, ignorando por completo que toda la película anterior giraba entorno a su imperdonable crimen contra la familia. No hay mayor señal de que Fast & Furious está dispuesta a ignorar los sentimientos de sus fans a cambio del 'vacilón' que es ver a The Stath homenajeando a cierta película de John Woo en el tercer acto.
Por supuesto que estas películas nunca han sido un estudio de personajes, pero perderle totalmente el respeto a lo que los guionistas llaman "su verdad" y centrarse en el ingenio autocombustible de sus golpes de guión fue el camino que convirtió a The Simpsons en la serie que es hoy. Vin Diesel debería saber mejor que nadie (al fin y al cabo, él es Groot) que el secreto de una buena película superheroica no son los fuegos artificiales ni la cantidad de misiles que los personajes puedan desviar con sus propias manos, sino la capacidad de conectar entre ellos y con la audiencia. Hasta ahora, Fast & Furious comprendía que un cansino monólogo sobre la importancia de los vínculos familiares valía, en ocasiones, tanto como una explosión de óxido en una carrera. Al devaluar por completo su núcleo emocional a través de relaciones imposibles y saltos de tiburón, The Fate of the Furious deja claro que sólo le interesa prolongar una fórmula lucrativa a través de set pieces sin control (ni imaginación). Carros zombies colisionando sobre una limousine, una y otra vez, hasta que todo deja de ser divertido y pasa, simplemente, a aturdir.
Dentro del nutrido fandom de la saga Fast & Furious, quizá la única franquicia realmente global y multicultural de nuestro tiempo, Fast Five (Justin Lin, 2011) ocupa un lugar de privilegio similar al de la eucaristía en la misa cristiana. Su idea central, de la que la familia cinematográfica de Vin Diesel lleva viviendo desde entonces, fue difuminar sus credenciales de explotación de una subcultura (el tuning de principios de los 00) para convertirse en un híbrido perfecto entre blockbuster de acción estándar y fantasía aspiracional para un nuevo proletariado que, por una vez, podía soñar con salvar el mundo desde su carro. Como si se tratase de un deseo concedido por la pata de mono, la bendición de Fast Five ha acabado revelando sus consecuencias más desagradables en The Fate of the Furious (F. Gary Gray, 2017), tercera variación que el guionista Chris Morgan hace de un molde narrativo acuñado hace ya seis años, y primera sin la presencia de Paul Walker, actor tan comprometido con el material que siempre lograba convertirse en el corazón palpitante de cada una de las entregas que protagonizó. Tras su emotiva despedida dentro y fuera de la pantalla, el centro gravitacional de la saga se centra por completo en Diesel, quien (por alguna razón) ha considerado prudente exhibir su... bueno, versatilidad y... ¡oh!, variedad de matices actorales en la conversión al lado oscuro más ridícula, hueca y formulaica desde ese Spider-Man 3 (Sam Raimi, 2007).
El principal problema de The Fate of the Furious es que la idea de Dominc Toretto dando la espalda a su familia de renegados y fuerzas del Bien sin mucho respeto por (comillas con los dedos) las normas (cierre de comillas con los dedos) no es suficiente para sostener el circo de tres pistas en que se ha convertido la franquicia. Furious 6 (Justin Lin, 2013) hizo un buen trabajo resintonizando las claves de Fast Five con una intriga de espías que enfrentaba a los protagonistas a unas versiones especulares de sí mismos, mientras que Furious 7 (2015) contó con la inventiva visual y el formalismo hiperbólico de un James Wan en estado de gracia. Sin ninguno de esos toques de distinción, la película de F. Gary Gray deja patente, desde su mismo prólogo en La Habana, su incapacidad para romper con las inercias narrativas y visuales que se le han impuesto. Por primera vez, las costuras que el guionista Chris Morgan y diferentes realizadores se habían esforzado tanto por ocultar empiezan a mostrarse en todo su esplendor: la secuencia de presentación de Dwayne Johnson potencia tanto su vis cómica que parece sacada de otra película, el número de personajes que sólo existen para exponerle al espectador los datos fundamentales de la trama se multiplica, el conflicto (algo relacionado con unos misiles y la Tercera Guerra Mundial) se torna tan ridículo que la propia película deja de hacerle caso en un momento dado y la presencia de Nathalie Emmanuel (gran incorporación a la familia en la séptima entrega) se vuelve casi redundante, si exceptuamos un triángulo amoroso con Tyrese Gibson y Ludacris que, en realidad, se reduce a un par de chistes corrientes. Todas esas piezas defectuosas estaban presentes en el motor de anteriores entregas, pero aquí es donde realmente empiezan a fallar, precipitando así el colapso de una saga aparentemente incapaz de alcanzar sus habituales cotas de placer cuando todo chirría tanto.
Lo que acaba haciendo que The Fate of the Furious descienda de la categoría de entrega menor hasta la de decepción en toda regla es su desinterés por unos personajes que, independientemente de tus sentimientos hacia ellos, forman parte de la vida de muchos espectadores desde 2001. Cipher, la supervillana interpretada (con una intensidad digna de mejor causa) por Charlize Theron, abre una de las set pieces con la frase "It's zombie time", refiriéndose a su plan para hacerse con el control de un centenar de carros en las calles de New York y, bueno, estamparlos contra la limousine de un embajador. Resulta irónico que la imagen de unos carros generados por ordenador y sin nadie al volante aparezca justo en la película menos humana de toda la franquicia. Y resulta especialmente doloroso que algo así haya ocurrido tras el final de Furious 7, tan poderoso que dio, por fin, sentido a la insistencia con la que Diesel se las arreglaba para colar monólogos de patriarca shakespeariano sobre La Familia desde la cuarta película. Esta tendencia a verbalizar el subtexto sigue presente en The Fate of the Furious, pero convertida ya en parodia de sí misma: cuando Cipher le explica a Toretto que todo el amor que cree sentir por los suyos es sólo una reacción química del cuerpo humano, y cuando este le responde con su enésima metáfora sobre animales salvajes, uno cae en la cuenta de que está viendo más de lo mismo, una simple fórmula gastada por el uso. Los personajes entran y salen de la trama como esos carros controlados a distancia, y a Morgan le da tan igual la lógica interna de su historia que pone a Jason Statham a trabajar con los buenos, ignorando por completo que toda la película anterior giraba entorno a su imperdonable crimen contra la familia. No hay mayor señal de que Fast & Furious está dispuesta a ignorar los sentimientos de sus fans a cambio del 'vacilón' que es ver a The Stath homenajeando a cierta película de John Woo en el tercer acto.
Por supuesto que estas películas nunca han sido un estudio de personajes, pero perderle totalmente el respeto a lo que los guionistas llaman "su verdad" y centrarse en el ingenio autocombustible de sus golpes de guión fue el camino que convirtió a The Simpsons en la serie que es hoy. Vin Diesel debería saber mejor que nadie (al fin y al cabo, él es Groot) que el secreto de una buena película superheroica no son los fuegos artificiales ni la cantidad de misiles que los personajes puedan desviar con sus propias manos, sino la capacidad de conectar entre ellos y con la audiencia. Hasta ahora, Fast & Furious comprendía que un cansino monólogo sobre la importancia de los vínculos familiares valía, en ocasiones, tanto como una explosión de óxido en una carrera. Al devaluar por completo su núcleo emocional a través de relaciones imposibles y saltos de tiburón, The Fate of the Furious deja claro que sólo le interesa prolongar una fórmula lucrativa a través de set pieces sin control (ni imaginación). Carros zombies colisionando sobre una limousine, una y otra vez, hasta que todo deja de ser divertido y pasa, simplemente, a aturdir.
Comentarios
Publicar un comentario