STEVEN SPIELBERG SALE TRIUNFAL DE SU RETO MÁS SEVERO CON READY PLAYER ONE [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

Homenaje al puro gozo de contar historias y amargo relato ciencia-ficción disfrazado de blockbuster trepidante: los cinéfilos pasarán años analizando este tour de force (interjección aparte: ¡pelazo!)


Capaz de dedicar toda una página a describir las modificaciones que el avatar de su protagonista le ha añadido a su DeLorean de competición, Ernest Cline es la clase de escritor que sólo podría ser reverenciado en círculos geek, donde un entramado intertextual de referencias pop puede llegar a crear una ilusión de competencia literaria. En realidad, la vacua sobrecarga de estímulos que nutría Ready Player One sólo podía aspirar a generar una cierta sensación de alivio en el reconocimiento -que, en cualquier caso, no era suficiente para apartar nuestra vista de su torpeza narrativa, sus lagunas argumentales o su tratamiento del personaje femenino-. Lo que Steven Spielberg se ha propuesto con su adaptación es refinar la idea básica de Cline (un Charlie and the Chocolate Factory para gamers que empiezan a soñar con las posibilidades de la realidad virtual) hasta dar con una serie de power-ups temáticos que la acaben sublimando y acercando al proverbial humanismo de su cine. El resultado son dos versiones tan diferentes de la misma historia que cuesta reconocer algo del rudimentario canto al simulacro de Cline en esta notable, y complejísima, película.

Tercera entrega de la singular Trilogía del Cine Futuro que Spielberg inició con The Adventures of Tintin (2011) y prosiguió con la incomprendida The BFG (2016), Ready Player One es el reto autoimpuesto más severo de una filmografía caracterizada por su compromiso con el riesgo. Mientras otros compañeros de generación han ido retrocediendo hacia sus zonas de confort, él se atrave con una épica colosal que combina lo mejor del blockbuster analógico (esos movimientos de cámara a través de Las Torres con los que abre la función son, en sí mismos, una clase magistral de formalismo spielbergiano) con el lienzo en blanco del cine digital, sin que un ápice del viaje emocional se pierda en el trasvase de un escenario a otro. Así, al sturm und drang audiovisual del mejor contador de historias en activo dentro del cine-espectáculo contemporáneo hay que sumarle algo inédito desde Indiana Jones And The Kingdom Of The Crystal Skull (2008): una firmísima y palpable voluntad de dirigir desde el patio de butacas, o de orientar cada uno de los pequeños detalles de este circo de tres pistas a maximizar el goce cinéfilo de sus incondicionales. Las imágenes de Ready Player One vibran con el ansia por derribar nuevas fronteras expresivas de quien siente que aún no ha dicho su última palabra en esa forma de entretenimiento que él mismo ayudó a crear.

Spielberg podría haberse limitado a construir una montaña rusa para saldar su deuda con el lenguaje de los videojuegos (hablamos de un entusiasta confeso), pero su último trabajo esconde capas las suficientes de significado y análisis como alejarlo del mero divertimento. Si bien Cline se identificaba explícitamente con su protagonista adolescente, interpretado aquí por un estupendo Tye Sheridan, Spielberg no tiene más remedio que reconocerse en la figura del demiurgo (Mark Rylance), cuyas obsesiones y recurrencias han acabado moldeando la realidad palpable de las generaciones posteriores. Los protagonistas de Ready Player One viven atrapados en una realidad decadente y distópica, un erial sociocultural, luego han adoptado la cultura de sus abuelos y padres como única válvula de escape. La diferencia es que, donde Cline encontraba motivos para la celebración sin matices, la película se cuestiona nuestro presente a través de un futuro donde la cultura pop ha sido completamente instrumentalizada (casi militarizada) por el capitalismo. Sheridan, Olivia Cooke y el resto de nuestros héroes ni siquiera se plantean iniciar ninguna revolución cultural que no pase por la recreación ritual de iconos añejos. Por tanto, es imposible contemplar la conversación final entre los dos personajes principales y no pensar en una suerte de expiación por parte de Spielberg, quien hace cuatro décadas encerró al inconsciente colectivo de varias generaciones en su cuarto de juegos infantil.

La pura ambición y escala de un proyecto así conlleva una serie de imperfecciones más que comprensibles, sobre todo cuando tenemos en cuenta la herencia recibida de Cline. Cierto personaje aún sigue siendo, en esencia, la fantasía de todo chico quinceañero, pero no podemos olvidar que Ready Player One se nutre de una cultura pop creada, en origen, con ese sector demográfico en mente. Que Spielberg haya decidido aceptar sus responsabilidades en el asunto con un espectáculo tan avasallador como digno de ser psicoanalizado es impresionante, más aún cuando tenemos en cuenta que no sólo se ha retado a sí mismo y a su pasado como cineasta, sino también a uno de sus maestros (a lo largo y ancho de una increíble secuencia sobre la que, de momento, no conviene contar demasiado). Quizá lo más importante que podemos decir de una obra como esta es que necesita ser vista, y experimentada, para ser creída: si Steven Spielberg se hubiese planteado, de manera consciente, rodar su 8 1/2 (Federico Fellini, 1963), el resultado no sería muy diferente.

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