OJALÁ TODOS PUDIÉRAMOS TENER UN BIGOTE COMO EL DE BURT REYNOLDS
Hizo lo que quiso y como quiso y se lo pasó de la puta madre
Si repasas la vida de Burt Reynolds podrás reconocer en ella el cliché del sueño americano. Un cowboy de Michigan, estrella del equipo de rugby del instituto que, por lesiones varias, se retiró y terminó dedicándose a la actuación. No como alternativa vaga, sino por pasión. Tanto es así que murió con las botas puestas, como quien dice -tenía previsto un cameo en la última de Tarantino, Once Upon A Time In Hollywood-, pero un ataque al corazón lo detuvo a los 82 años.
Su historia tiene altos y bajos -muy bajos- y un final de redención que lo convirtió en icono, pero todo eso le dio un poco igual. "Acepté los papeles que me resultaban más divertidos. No quise hacer lo que significaría un mayor desafío", llegó a declarar. Rechazó ser el Han Solo de Star Wars y desestimó estar al servicio de su majestad como agente 007, incluso se llegó a decir que fue candidato a interpretar a Michael Corleone en The Godfather, pero todo esto no le impidió convertirse en el bigote más sexy y querido de Hollywood o encarnar el paradigma del macho setentero de pelo en pecho y bigotazo. Antes del de Sellec, el suyo ya estaba ahí y, si se lo quitaba, no era él.
Lo suyo era el cine ligero, ese que se hace como churros, ese que lo convirtió en estrella en los 70 y los 80. Fue número uno en taquilla cinco años seguidos para después caer a los últimos puestos, pero él no hacía películas para copar esos primeros puestos, lo hacía porque le divertía: "Yo no juego al golf. No tengo un hobby. Soy muy apasionado de mi trabajo, aunque a veces me doy cuenta que en el día de rodaje ya estoy hecho una mierda".
En su ficha de actor acumula 186 títulos, desde la serie Flight (1958) hasta Defining Moments (2018), aunque lo más recordado de sus 60 años de carrera siempre será su aplaudida Deliverance (1977) y Boogie Nights (1997). Con la primera, se burló de su condición de macho con un papel con el que muchos hubiesen sentido amenazada su masculinidad. "El mejor director que he tenido fue en Deliverance, cuando John Boorman me dijo: 'Deja de actuar. Sé tú mismo. Te esperamos a ti porque no podemos apartar la mirada de ti'", confirmaba en una entrevista a Esquire. Y es que no necesitaba nada más que ser él. "Me he burlado de mí mismo como persona -nunca olvidemos sus desnudos en publicaciones o carteles promocionales de películas que se han homenajeado hasta la saciedad-, pero no asumo roles en los que me burlo de mí mismo como actor. He trabajado demasiado duro y demasiado tiempo con los mejores, así que me respeto como actor". Reconocimiento que le llegó con Boogie Nights. Un Globo de Oro y una nominación al Oscar para su estantería que le valieron el respeto definitivo del mundo.
Burt Reynolds hizo lo que hizo porque quiso, porque era su afición, como ese vecino que se dedica a organizar barbacoas en casa y te saluda desde el otro lado de su valla blanca del jardín con una sonrisa amplia y sintiéndose que es lo mejor que ha hecho en su vida. Porque a pesar de sus picos de éxito y sus caídas al vacío con fracasos en taquilla, acusaciones de mal actor, adicciones a analgésicos y divorcios sonados, fue feliz haciendo, sin importar lo que otros dijeran, lo que le hacía más feliz, el cine. Ojalá todos tuviéramos alguna vez el bigote de Burt Reynolds para vivir así.
Si repasas la vida de Burt Reynolds podrás reconocer en ella el cliché del sueño americano. Un cowboy de Michigan, estrella del equipo de rugby del instituto que, por lesiones varias, se retiró y terminó dedicándose a la actuación. No como alternativa vaga, sino por pasión. Tanto es así que murió con las botas puestas, como quien dice -tenía previsto un cameo en la última de Tarantino, Once Upon A Time In Hollywood-, pero un ataque al corazón lo detuvo a los 82 años.
Su historia tiene altos y bajos -muy bajos- y un final de redención que lo convirtió en icono, pero todo eso le dio un poco igual. "Acepté los papeles que me resultaban más divertidos. No quise hacer lo que significaría un mayor desafío", llegó a declarar. Rechazó ser el Han Solo de Star Wars y desestimó estar al servicio de su majestad como agente 007, incluso se llegó a decir que fue candidato a interpretar a Michael Corleone en The Godfather, pero todo esto no le impidió convertirse en el bigote más sexy y querido de Hollywood o encarnar el paradigma del macho setentero de pelo en pecho y bigotazo. Antes del de Sellec, el suyo ya estaba ahí y, si se lo quitaba, no era él.
Lo suyo era el cine ligero, ese que se hace como churros, ese que lo convirtió en estrella en los 70 y los 80. Fue número uno en taquilla cinco años seguidos para después caer a los últimos puestos, pero él no hacía películas para copar esos primeros puestos, lo hacía porque le divertía: "Yo no juego al golf. No tengo un hobby. Soy muy apasionado de mi trabajo, aunque a veces me doy cuenta que en el día de rodaje ya estoy hecho una mierda".
En su ficha de actor acumula 186 títulos, desde la serie Flight (1958) hasta Defining Moments (2018), aunque lo más recordado de sus 60 años de carrera siempre será su aplaudida Deliverance (1977) y Boogie Nights (1997). Con la primera, se burló de su condición de macho con un papel con el que muchos hubiesen sentido amenazada su masculinidad. "El mejor director que he tenido fue en Deliverance, cuando John Boorman me dijo: 'Deja de actuar. Sé tú mismo. Te esperamos a ti porque no podemos apartar la mirada de ti'", confirmaba en una entrevista a Esquire. Y es que no necesitaba nada más que ser él. "Me he burlado de mí mismo como persona -nunca olvidemos sus desnudos en publicaciones o carteles promocionales de películas que se han homenajeado hasta la saciedad-, pero no asumo roles en los que me burlo de mí mismo como actor. He trabajado demasiado duro y demasiado tiempo con los mejores, así que me respeto como actor". Reconocimiento que le llegó con Boogie Nights. Un Globo de Oro y una nominación al Oscar para su estantería que le valieron el respeto definitivo del mundo.
Burt Reynolds hizo lo que hizo porque quiso, porque era su afición, como ese vecino que se dedica a organizar barbacoas en casa y te saluda desde el otro lado de su valla blanca del jardín con una sonrisa amplia y sintiéndose que es lo mejor que ha hecho en su vida. Porque a pesar de sus picos de éxito y sus caídas al vacío con fracasos en taquilla, acusaciones de mal actor, adicciones a analgésicos y divorcios sonados, fue feliz haciendo, sin importar lo que otros dijeran, lo que le hacía más feliz, el cine. Ojalá todos tuviéramos alguna vez el bigote de Burt Reynolds para vivir así.
Comentarios
Publicar un comentario