[CRÍTICA] ROGUE ONE: EL ESPECTÁCULO MÁS MODERNO DE LA SAGA ESTÁ ANCLADO EN EL PASADO [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
Parece que nadie se va a atrever nunca a salirse del esquema que George Lucas instauró hace más de 40 años por una simple razón: siempre funciona
Para bien y para mal, Rogue One constata lo que J.J. Abrams anunció con The Force Awakens: el renacimiento de Star Wars pasa por aplicar un barniz dorado a la misma propuesta estética, aproximación formal y esquemas argumentales que George Lucas inventó hace cuarenta años. Un cineasta como Gareth Edwards, hijo de esa primera generación de blockbusters que transformó Hollywood a finales de los 70's y principios de los 80's, ya no necesita conformarse con esa carta de amor apócrifa a Close Encounters of the Third Kind que fue su Godzilla, sino que ahora puede ejecutar una variación sobre un tema (La Star Wars: A New Hope original, el espíritu del 77) con la garantía de que entrará a formar parte del canon. Su película se plantea como la primera historia emancipada de la saga Skywalker, pero es difícil pensar en independencia cuando su concepto vertebrador consiste en explicar y expandir una frase del opening crawl fundacional. El cometido de Edwards ha sido, pues, glosar un volumen sagrado, o añadir algunas notas al márgen de los evangelios pop. Hipertrofiar lo que antes fue un texto introductorio hasta convertirlo en gran espectáculo: no existe un síntoma más diáfano de la retromanía en la que está sumida el mainstream contemporáneo.
Si aplicamos una visión de conjunto, Rogue One se torna tan pesada y tosca como un AT-AT, aunque bastante más agradable al oído (las manos del padawan Michael Giacchino parecen más que cualificadas para coger la batuta del maestro Williams). Sin la destreza con los personajes carismáticos o el ritmo para el diálogo de Abrams, a Edwards y sus guionistas les cuesta que su trama fluya del punto A al punto B sin que se noten demasiado las costuras, por no hablar de la inevitable ansiedad de la influencia. Su caligrafía se esfuerza tanto por no salirse de los renglones, por adaptarse a una serie de estructuras mitológicas férreas, que su tercer acto acaba cayendo en lo que nos prometieron que jamás sería: un re-enactment de los episodios oficiales (decir cuál de ellos es sería considerado spoiler en, al menos, doce sistemas galácticos), en lugar de una excusa para conducir el espíritu de Star Wars hacia nuevos terrenos expresivos. Productos derivados tan estimulantes como la miniserie animada de Gendy Tartakovsky, las Clone Wars de Dave Filoni (de la que Rogue One toma prestado un personaje clave), los comics de Darko Macan y Kieron Gillen o el Headspace de Rick Rubin han demostrado que se puede innovar (y modernizar) sobre el molde clásico de Star Wars. Sin embargo, parece que el cine aún no está preparado para dar ese salto.
Aún así hay destellos, pequeñas grietas entre las paredes de la ortodoxia que revelan lo que directores como Edwards podrán hacer el día que la rama principal de la franquicia decida rebelarse de una vez por todas contra su propia zona de confort. Las partes de Rogue One suman siempre mucho más que un todo apagado y excesivamente esquemático, convirtiéndola en una colección de momentos notables aislados entre pinchada y pinchada de metadona para fans. Por cada espeluznante recreación CGI de tótems del pasado tenemos a Donnie Yen y Wen Jiang desarrollando unos protagonistas con auténtica alma, muy por encima de los ultra-simplificados arcos de Felicity Jones o Diego Luna (por no hablar del robot a quien da vida Alan Tudyk, o la frase "Never tell me the odds!" hecha personaje). La escala humana, especialidad del director, brilla cuando decide reconceptualizar la Fuerza como llama de esperanza para el pueblo llano -no sólo los jedis pueden creer, igual que no sólo los sacerdotes se consideran cristianos-, así como en esa memorable aparición de un gigante metálico entre la bruma. No es la única secuencia en la que Edwards recupera ese lirismo sci-fi que ponía en Godzilla y articulaba el clímax de Monsters: cuando el villano interpretado por Ben Mendelsohn encuentra poesía en la destrucción automatizada, uno está inclinado a coincidir. Es posible que Rogue One, en su empeño por alejarse de la exuberacia digital de las precuelas, peque de desaliñada en algunos tramos, pero lo compensa sumando planos bellísimos a la gran historia de la space opera (aquí en vertiente bélico-hiperrealista).
También hay espacio para el comentario político, algo en lo que Lucas siempre se especializó -aunque pocos estén dispuestos a reconocérselo-. Si los Luke y Leia de Star Wars: A New Hope representaban a la juventud contestataria en los tiempos de Vietnam, Revenge of the Sith contenía trazas evidentes de parábola sobre la Guerra Contra el Terror y The Force Awakens generaba nuevos modelos aspiracionales para los adolescentes contemporáneos (criados sobre las ruinas del viejo mundo), Rogue One alcanza su secuencia más interesante cuando lleva el concepto de rebeldía anti-imperialista hasta sus últimas consecuencias. El ataque sorpresa en las calles de Jedha recuerda a Bagdad, Alepo y otros teatros recientes de la Guerra Eterna, planteándose la inevitabilidad del extremismo en contextos asfixiantes. No sólo eso, sino que su multicultural elenco principal postula a la cultura pop como una forma de resistencia contra la (tenebrosa) nueva normalidad política. Rogue One lanza un mensaje optimista a la platea en unas navidades no demasiado propicias, pero Edwards también se asegura de introducir una escala de grises que lo aleje del idealismo o la visión romántica del arquetipo revolucionario. Es la razón por la que un personaje llega a preguntarse en qué se diferencia un soldado imperial de un dogmático rebelde, aunque eso es algo que también se podría aplicar al propio director: su película es vigorosa y pertinente, pero (en el fondo) se limita a cumplir órdenes. O, en otras palabras, no se atreve a desarrollar una sola idea que George Lucas no acuñase en 1977.
Para bien y para mal, Rogue One constata lo que J.J. Abrams anunció con The Force Awakens: el renacimiento de Star Wars pasa por aplicar un barniz dorado a la misma propuesta estética, aproximación formal y esquemas argumentales que George Lucas inventó hace cuarenta años. Un cineasta como Gareth Edwards, hijo de esa primera generación de blockbusters que transformó Hollywood a finales de los 70's y principios de los 80's, ya no necesita conformarse con esa carta de amor apócrifa a Close Encounters of the Third Kind que fue su Godzilla, sino que ahora puede ejecutar una variación sobre un tema (La Star Wars: A New Hope original, el espíritu del 77) con la garantía de que entrará a formar parte del canon. Su película se plantea como la primera historia emancipada de la saga Skywalker, pero es difícil pensar en independencia cuando su concepto vertebrador consiste en explicar y expandir una frase del opening crawl fundacional. El cometido de Edwards ha sido, pues, glosar un volumen sagrado, o añadir algunas notas al márgen de los evangelios pop. Hipertrofiar lo que antes fue un texto introductorio hasta convertirlo en gran espectáculo: no existe un síntoma más diáfano de la retromanía en la que está sumida el mainstream contemporáneo.
Si aplicamos una visión de conjunto, Rogue One se torna tan pesada y tosca como un AT-AT, aunque bastante más agradable al oído (las manos del padawan Michael Giacchino parecen más que cualificadas para coger la batuta del maestro Williams). Sin la destreza con los personajes carismáticos o el ritmo para el diálogo de Abrams, a Edwards y sus guionistas les cuesta que su trama fluya del punto A al punto B sin que se noten demasiado las costuras, por no hablar de la inevitable ansiedad de la influencia. Su caligrafía se esfuerza tanto por no salirse de los renglones, por adaptarse a una serie de estructuras mitológicas férreas, que su tercer acto acaba cayendo en lo que nos prometieron que jamás sería: un re-enactment de los episodios oficiales (decir cuál de ellos es sería considerado spoiler en, al menos, doce sistemas galácticos), en lugar de una excusa para conducir el espíritu de Star Wars hacia nuevos terrenos expresivos. Productos derivados tan estimulantes como la miniserie animada de Gendy Tartakovsky, las Clone Wars de Dave Filoni (de la que Rogue One toma prestado un personaje clave), los comics de Darko Macan y Kieron Gillen o el Headspace de Rick Rubin han demostrado que se puede innovar (y modernizar) sobre el molde clásico de Star Wars. Sin embargo, parece que el cine aún no está preparado para dar ese salto.
Aún así hay destellos, pequeñas grietas entre las paredes de la ortodoxia que revelan lo que directores como Edwards podrán hacer el día que la rama principal de la franquicia decida rebelarse de una vez por todas contra su propia zona de confort. Las partes de Rogue One suman siempre mucho más que un todo apagado y excesivamente esquemático, convirtiéndola en una colección de momentos notables aislados entre pinchada y pinchada de metadona para fans. Por cada espeluznante recreación CGI de tótems del pasado tenemos a Donnie Yen y Wen Jiang desarrollando unos protagonistas con auténtica alma, muy por encima de los ultra-simplificados arcos de Felicity Jones o Diego Luna (por no hablar del robot a quien da vida Alan Tudyk, o la frase "Never tell me the odds!" hecha personaje). La escala humana, especialidad del director, brilla cuando decide reconceptualizar la Fuerza como llama de esperanza para el pueblo llano -no sólo los jedis pueden creer, igual que no sólo los sacerdotes se consideran cristianos-, así como en esa memorable aparición de un gigante metálico entre la bruma. No es la única secuencia en la que Edwards recupera ese lirismo sci-fi que ponía en Godzilla y articulaba el clímax de Monsters: cuando el villano interpretado por Ben Mendelsohn encuentra poesía en la destrucción automatizada, uno está inclinado a coincidir. Es posible que Rogue One, en su empeño por alejarse de la exuberacia digital de las precuelas, peque de desaliñada en algunos tramos, pero lo compensa sumando planos bellísimos a la gran historia de la space opera (aquí en vertiente bélico-hiperrealista).
También hay espacio para el comentario político, algo en lo que Lucas siempre se especializó -aunque pocos estén dispuestos a reconocérselo-. Si los Luke y Leia de Star Wars: A New Hope representaban a la juventud contestataria en los tiempos de Vietnam, Revenge of the Sith contenía trazas evidentes de parábola sobre la Guerra Contra el Terror y The Force Awakens generaba nuevos modelos aspiracionales para los adolescentes contemporáneos (criados sobre las ruinas del viejo mundo), Rogue One alcanza su secuencia más interesante cuando lleva el concepto de rebeldía anti-imperialista hasta sus últimas consecuencias. El ataque sorpresa en las calles de Jedha recuerda a Bagdad, Alepo y otros teatros recientes de la Guerra Eterna, planteándose la inevitabilidad del extremismo en contextos asfixiantes. No sólo eso, sino que su multicultural elenco principal postula a la cultura pop como una forma de resistencia contra la (tenebrosa) nueva normalidad política. Rogue One lanza un mensaje optimista a la platea en unas navidades no demasiado propicias, pero Edwards también se asegura de introducir una escala de grises que lo aleje del idealismo o la visión romántica del arquetipo revolucionario. Es la razón por la que un personaje llega a preguntarse en qué se diferencia un soldado imperial de un dogmático rebelde, aunque eso es algo que también se podría aplicar al propio director: su película es vigorosa y pertinente, pero (en el fondo) se limita a cumplir órdenes. O, en otras palabras, no se atreve a desarrollar una sola idea que George Lucas no acuñase en 1977.
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