ANALIZAMOS POR QUÉ EL CINE DE TERROR NUNCA DEJA DE DAR MIEDO [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
La fórmula dorada: presupuesto bajo o medio, high concept y campañas de promoción ingeniosas... olvídense de las grandes estrellas
Una "madre desesperada" escribe al Facebook de una cadena de televisión porque, según parece, su hija de tres años vive absolutamente aterrorizada después de ver el anuncio de la película Lights Out. No sólo es un viral perfecto, sino también la clase de publicidad por la que un genio de la autopromoción como William Castle habría matado. ¿Qué más puede pedir una producción de terror más o menos modesta durante la recta final de un verano norteamericano sobrecargado de estímulos para multicines? ¿Hay algo mejor que generar tu propia leyenda urbana sobre niñas traumatizadas? Lights Out era sólo la película basada en el alucinante corto de 2013, pero ahora ha accedido al olimpo de The Exorcist o The Shining, películas que también generaron olas de terror infantil al aparecer, sin aviso previo, en los noticieros.
Tampoco es que New Line y Warner Bros. necesitasen esta inyección de publicidad gratuita. Lights Out abrió en el segundo puesto de la taquilla europea durante su fin de semana inaugural, superada sólo por la todopoderosa The Secret Life of Pets. Sus cifras en el resto del mundo también han sido excelentes: lleva amasados 110 millones de dólares, por encima de las previsiones y de su muy modesto presupuesto. De hecho, ya han encargado una secuela, algo en lo que su productor, James Wan, parece haberse especializado en los últimos años. Su nombre es lo más parecido que tiene el cine de terror actual a una figura tipo Castle, aunque sin sus habilidades como showman. Su sello de calidad es tan simple como increíblemente complejo de lograr una y otra vez: sus producciones dan miedo. Miedo nivel diez dólares bien invertidos. Miedo nivel niñas incapaces de dormir otra vez con la luz apagada.
Desde 1931, cuando la Universal lanzó al mundo versiones modernas de los gemelos oscuros (Dracula y Frankenstein) de la literatura británica, el cine de horror ha servido como lucrativa caja de resonancias de miedos o ansiedades psicosociales. Si Boris Karloff, con sus cicatrices y botas de obrero, servía como catarsis para un público norteamericano azotado por la Depresión, los hombres-bestias que ejercen su democrático derecho de masacre en cada entrega de The Purge colocan un espejo deformante frente a un país capaz de producir fenómenos como Donald Trump, Candidato a la Presidencia. Otras sagas, como Insidious (también de Wan) o Paranormal Activity, también colocan su foco en familias de clase media acosadas, no tanto por sus vecinos violentos, sino por presencias extrañas en las casas a las que se acaban de mudar. El terror nunca pasará de moda porque nunca dejará de detectar, con precisión casi quirúrgica, exactamente lo que nos inquieta en cada época.
La invasión doméstica (ya sea sobrenatural o de naturaleza psicopática) es un subgénero que viene de muy atrás, pero The Strangers le insufló nueva vida para unos tiempos de recesión económica y miedo a cualquier cosa que intente atacarnos desde allí afuera. Esta notable película animó a Stephen King a escribir sobre lo que consideraba el principal error de Hollywood: las grandes estrellas. Y, por extensión, los grandes presupuestos. Uno conoce las reglas a las que debe atenerse cuando una cara muy conocida aparece en una película de terror, pero las apuestas no están tan claras en You're Next o Hush, ejemplos de otras invasiones domésticas capaces de colocarte al borde de la butaca. Para King, el terror goza de mayor libertad en los presupuestos bajos o medios, sin estrellas que deban llegar vivas a la última bobina por contrato ni calificaciones por edades destinadas a limitar el impacto.
Ejemplos muy recientes de terror solvente en salas se ciñen al pie de la letra a esta fórmula. The VVitch: A New-England Folktale sólo contaba con una campaña de promoción llena de elogios para seducir a su audiencia potencial: al final, logro multiplicar por 13 su limitado presupuesto ($5 millones). Tras años de sinsabores críticos y comerciales, M. Night Shyamalan ejecutó un satisfactorio retorno a los orígenes -sólo en apariencia: la película es una rareza dentro de su filmografía- con The Visit, quizá la pieza de metraje encontrado con mejor puesta en escena de la historia. Incluso una extravagancia estacional como Krampus recaudó más del doble de lo que costó, mientras que The Gallows merece ser mencionada cada vez que alguien pregunte por qué los estudios siguen apostando por el terror de bajo presupuesto: costó 100.000 dólares, recaudó 43 millones. La defensa se retira, señoría.
Al otro lado de la balanza tenemos el terror de clase alta, ya sea por la presencia de una cara por todos conocida -como la de Arnold Schwarzenegger en Maggie- o por su firme voluntad de volver a convertir el género en una experiencia de lujo -la bellísima, pero altamente incomprendida, Crimson Peak-. Películas con tan mala suerte en taquilla como Pride and Prejudice and Zombies o Victor Frankenstein indican que el público parece haber desarrollado una desconfianza natural a los grandes presupuestos aplicados al terror, aún mayor si van unidos a cierto tono paródico. Incluso cuando la operación no sale del todo mal, la serie B siempre va a resultar infinitamente más apetecible. En otras palabras: ¿por qué un estudio debería apostar por el remake de Poltergeist (35 millones de presupuesto frente a 95 recaudados), cuando una idea original como The Shallows hace las mismas cifras por la mitad de los costos de producción?
La excepción que confirma la regla es, cómo no, James Wan. La primera entrega de The Conjuring superó ampliamente los 10/11 millones de presupuesto que actúan como límite para el resto de ejemplos exitosos, pero su éxito permitió que se diera luz verde a una secuela el doble de cara. Pese a estar ambientada en los años 80, The Conjuring 2 comparte pinceladas sociales con la inminente Don't Breathe, gran ejemplo de cine de invasión doméstica capaz de cuestionarse su propia naturaleza y darle la vuelta al lugar común (aquí, los buenos son los invasores). Dos ejemplos del envidiable estado de salud de un género que siempre ha sabido cómo darnos mucho a cambio de muy poco.
Una "madre desesperada" escribe al Facebook de una cadena de televisión porque, según parece, su hija de tres años vive absolutamente aterrorizada después de ver el anuncio de la película Lights Out. No sólo es un viral perfecto, sino también la clase de publicidad por la que un genio de la autopromoción como William Castle habría matado. ¿Qué más puede pedir una producción de terror más o menos modesta durante la recta final de un verano norteamericano sobrecargado de estímulos para multicines? ¿Hay algo mejor que generar tu propia leyenda urbana sobre niñas traumatizadas? Lights Out era sólo la película basada en el alucinante corto de 2013, pero ahora ha accedido al olimpo de The Exorcist o The Shining, películas que también generaron olas de terror infantil al aparecer, sin aviso previo, en los noticieros.
Tampoco es que New Line y Warner Bros. necesitasen esta inyección de publicidad gratuita. Lights Out abrió en el segundo puesto de la taquilla europea durante su fin de semana inaugural, superada sólo por la todopoderosa The Secret Life of Pets. Sus cifras en el resto del mundo también han sido excelentes: lleva amasados 110 millones de dólares, por encima de las previsiones y de su muy modesto presupuesto. De hecho, ya han encargado una secuela, algo en lo que su productor, James Wan, parece haberse especializado en los últimos años. Su nombre es lo más parecido que tiene el cine de terror actual a una figura tipo Castle, aunque sin sus habilidades como showman. Su sello de calidad es tan simple como increíblemente complejo de lograr una y otra vez: sus producciones dan miedo. Miedo nivel diez dólares bien invertidos. Miedo nivel niñas incapaces de dormir otra vez con la luz apagada.
Desde 1931, cuando la Universal lanzó al mundo versiones modernas de los gemelos oscuros (Dracula y Frankenstein) de la literatura británica, el cine de horror ha servido como lucrativa caja de resonancias de miedos o ansiedades psicosociales. Si Boris Karloff, con sus cicatrices y botas de obrero, servía como catarsis para un público norteamericano azotado por la Depresión, los hombres-bestias que ejercen su democrático derecho de masacre en cada entrega de The Purge colocan un espejo deformante frente a un país capaz de producir fenómenos como Donald Trump, Candidato a la Presidencia. Otras sagas, como Insidious (también de Wan) o Paranormal Activity, también colocan su foco en familias de clase media acosadas, no tanto por sus vecinos violentos, sino por presencias extrañas en las casas a las que se acaban de mudar. El terror nunca pasará de moda porque nunca dejará de detectar, con precisión casi quirúrgica, exactamente lo que nos inquieta en cada época.
La invasión doméstica (ya sea sobrenatural o de naturaleza psicopática) es un subgénero que viene de muy atrás, pero The Strangers le insufló nueva vida para unos tiempos de recesión económica y miedo a cualquier cosa que intente atacarnos desde allí afuera. Esta notable película animó a Stephen King a escribir sobre lo que consideraba el principal error de Hollywood: las grandes estrellas. Y, por extensión, los grandes presupuestos. Uno conoce las reglas a las que debe atenerse cuando una cara muy conocida aparece en una película de terror, pero las apuestas no están tan claras en You're Next o Hush, ejemplos de otras invasiones domésticas capaces de colocarte al borde de la butaca. Para King, el terror goza de mayor libertad en los presupuestos bajos o medios, sin estrellas que deban llegar vivas a la última bobina por contrato ni calificaciones por edades destinadas a limitar el impacto.
Ejemplos muy recientes de terror solvente en salas se ciñen al pie de la letra a esta fórmula. The VVitch: A New-England Folktale sólo contaba con una campaña de promoción llena de elogios para seducir a su audiencia potencial: al final, logro multiplicar por 13 su limitado presupuesto ($5 millones). Tras años de sinsabores críticos y comerciales, M. Night Shyamalan ejecutó un satisfactorio retorno a los orígenes -sólo en apariencia: la película es una rareza dentro de su filmografía- con The Visit, quizá la pieza de metraje encontrado con mejor puesta en escena de la historia. Incluso una extravagancia estacional como Krampus recaudó más del doble de lo que costó, mientras que The Gallows merece ser mencionada cada vez que alguien pregunte por qué los estudios siguen apostando por el terror de bajo presupuesto: costó 100.000 dólares, recaudó 43 millones. La defensa se retira, señoría.
Al otro lado de la balanza tenemos el terror de clase alta, ya sea por la presencia de una cara por todos conocida -como la de Arnold Schwarzenegger en Maggie- o por su firme voluntad de volver a convertir el género en una experiencia de lujo -la bellísima, pero altamente incomprendida, Crimson Peak-. Películas con tan mala suerte en taquilla como Pride and Prejudice and Zombies o Victor Frankenstein indican que el público parece haber desarrollado una desconfianza natural a los grandes presupuestos aplicados al terror, aún mayor si van unidos a cierto tono paródico. Incluso cuando la operación no sale del todo mal, la serie B siempre va a resultar infinitamente más apetecible. En otras palabras: ¿por qué un estudio debería apostar por el remake de Poltergeist (35 millones de presupuesto frente a 95 recaudados), cuando una idea original como The Shallows hace las mismas cifras por la mitad de los costos de producción?
La excepción que confirma la regla es, cómo no, James Wan. La primera entrega de The Conjuring superó ampliamente los 10/11 millones de presupuesto que actúan como límite para el resto de ejemplos exitosos, pero su éxito permitió que se diera luz verde a una secuela el doble de cara. Pese a estar ambientada en los años 80, The Conjuring 2 comparte pinceladas sociales con la inminente Don't Breathe, gran ejemplo de cine de invasión doméstica capaz de cuestionarse su propia naturaleza y darle la vuelta al lugar común (aquí, los buenos son los invasores). Dos ejemplos del envidiable estado de salud de un género que siempre ha sabido cómo darnos mucho a cambio de muy poco.
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