¿POR QUÉ LOS 100 METROS PLANOS ES LA PRUEBA QUE MÁS NOS INTERESA DE CADA JUEGOS OLÍMPICOS?

Los 100 metros planos son explosividad pura, es la encarnación de "el más alto, el que va más lejos, el más fuerte"


No hay puntuación, no hay jurado, no hay compañeros. La única regla es salir cuando te dicen y llegar primero. Retar a la meta mirándola fijamente desde los tacos de salida. Contar las zancadas. Cortar el aire. Hay algo instintivo, primario, en la velocidad. No tiene estilos, no da segundas oportunidades. Lo que hay es exactamente lo que ves: ocho tipos corriendo como si les persiguiera una enfermedad, sin saber si lo que quieren es huir del pasado o ahuyentar el miedo al futuro.

Desde el inicio de los Juegos Olímpicos, el atletismo ha sido el gran rey y tiene el sentido aplastante de la pureza competitiva, la lógica de "el más alto, el que va más lejos, el más fuerte". El salto, la zancada, la distancia. Dentro de esa magia del atletismo –una magia oscurecida en los últimos años por los frecuentes casos de dopaje- destaca, mundial tras mundial, juegos olímpicos tras juegos olímpicos, la carrera de los cien metros planos. Hubo un tiempo en el que la elegancia táctica de los 1.500 discutió la primacía, pero la táctica exige demasiado al espectador y la fiebre pasó rápidamente.

Los cien metros planos no exigen nada. Es la carrera con tus primos en el pueblo pero a triple velocidad. Si el decatlón presume de premiar al "atleta más completo", los cien metros no entienden de otra cosa que de explosividad, de arrojo puro y duro. No hay que calcular cuántos puntos te corresponden por prueba, no hay que andar sumando luego esos puntos hasta llegar a diez. No hay tiempo siquiera para estrategia alguna. Quizá por eso, para que nadie piense demasiado, la prueba se programa siempre al inicio de cada campeonato, como esos quince primeros minutos de cada película comercial en los que se intenta enganchar al público para no soltarlo después.

Nuestros mitos no entienden de límites y sería absurdo reducirlos todos a una sola especialidad, pero pocas han dado tantos héroes como los cien metros planos. ¿Qué habría sido del duelo de razas entre Jesse Owens y Adolf Hitler si Owens hubiera sido tirador con arco? Los nazis se jugaron la primacía aria en el estadio y la perdieron. Ningún récord ha generado nunca tanta obsesión, tanta ansiedad: desde que Jim Hines rompiera la barrera de los diez segundos en México 68, la lucha contra el cronómetro se ha seguido con microscopio, como si el tiempo se escapara entre los dedos.

Hay quien se queda con el propio Owens, hay quien prefiere a Carl Lewis, hay quien se inclina ante Usain Bolt y sus tres oros consecutivos. Cada época tuvo su dominador. El rey de la centésima. Incluso el mayor escándalo de la historia del olimpismo tiene que ver con esta prueba y sigue una lógica aplastante: el positivo de Ben Johnson en 1988 fue algo más que una trampa. Fue una trampa en un recinto sagrado. Una sensación devastadora de ultraje, de robo, de pérdida de la inocencia. Como el monarca español al que pillan cazando elefantes en Botswana.

Aquellas batallas contra Lewis eran, en parte, las del bien contra el mal y corría a cargo de cada uno elegir bando y bondad. Precisamente por su pureza, por su claridad, por su fácil comprensión, la velocidad es carne de informativo y delirio mediático. Vivimos en un tiempo en el que todo, cada vez, sucede más rápido. Los cien metros son, de alguna manera, nuestro espejo. La sociedad y la cultura se aceleran y nosotros despejamos las legañas ante el miedo de perdernos los diez segundos más importantes de los siguientes cuatro años. Temiendo no poder recuperarlos nunca más.

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