CARL SAGAN: LA ESTRELLA QUE MIRÓ AL INFINITO CON LOS OJOS BIEN ABIERTOS [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
Fue el científico más famoso de su tiempo, celebridad televisiva, best sellers y un premio Pulitzer. Nos enseñó que la Tierra es un pálido punto azul en el que todo puede suceder
Miraba la oscuridad con los ojos muy abiertos, tapándose con la sábana hasta la nariz, entre escalofríos. Con el corazón rebotando contra la densidad de las tinieblas. Como si el latido pudiera romperlas. Sudaba y se quedaba toda la noche en vela. Pensando en lo que habría más allá del miedo. Aquel niño que no podía soportar el peso de las sombras de su habitación crecería para ser astrónomo. Para buscar la verdad en los confines del universo.
Carl Sagan fue pura contradicción desde que era pequeño. Lo llevaba escrito en su código genético. Apostó que la lógica podría salvarle de la locura de su madre: adorable y paranoica, seductora y destructiva. Ella se había enamorado de su padre casi al instante. Le bastó con preguntarle si tenía pecas por todo el cuerpo. Él contestó que sí y a las dos semanas se habían casado. La pequeña judía sin familia y el ucraniano bonachón. Los Sagan se fueron a vivir a un apartamento al sur de Brooklyn, no lejos de Coney Island. En aquella playa, Carl haría lo que todos los chicos hacían durante la Segunda Guerra Mundial: montar guardia con unos binoculares buscando submarinos alemanes. Hasta que un día decidió utilizar aquellos dos lentes para mirar al cielo. Y vio los cráteres de la luna. Y el rojo radiante de Marte. Y no quiso volver a mirar al suelo.
Preguntaba tanto, que su madre le sacó un carnet en la biblioteca. Le dio dinero para el tranvía y lo mandó a Manhattan. En la Biblioteca Pública de New York, aquel niño de ojos grandes pidió un libro sobre estrellas. Y le dieron uno lleno de fotos de actores de Hollywood. Cuando por fin consiguió que le dejaran el correcto, Carl hizo uno de los descubrimientos que marcarían su vida. El sol era una estrella más, como las otras. sólo que estaba más cerca.
Eso quería decir que las demás estaban increíblemente lejos. Tanto como para que te diera vueltas la cabeza. Y el muchacho quedó admirado por la magnitud de aquel misterio que se desplegaba descarado sobre nuestras cabezas: El universo.
A New York, en 1939, le gustaba mirar al futuro. Las nuevas tecnologías salvarían el mundo: habría comida sintética para alimentarnos a todos, la televisión llevaría la alta cultura a todos los hogares, las enfermedades se curarían con píldoras baratísimas, cualquiera podría ir en avión y, algún día,
viajaríamos al espacio como quien se va a Aruba de vacaciones. No era una utopía. El niño Carl había visto la Ciudad del Mañana en la Exposición Universal en Flushing Meadows: una versión de aquel Oz pulido en tecnicolor que aparecía en una película que acababan de estrenar ese mismo año.
Fantaseaba con un porvenir prometedor. Lo imaginaba cuando alzaba la cabeza hacia el cielo en el Planetario Hayden del Museo de Historia Natural. Allí se dio cuenta de que el espacio era un lugar. El lugar en el que la vida era la vida.
Y así nos lo contó mucho tiempo después, cuando ya se había convertido en el científico vivo más famoso de la historia, celebridad televisiva, best sellers y un premio Pulitzer. Nos enseñaría que la tierra es un pálido punto azul en el que todo puede suceder. El Voyager 1 surcaba el cielo hacia el Cinturón de Kuiper con la misión de mandar una foto de familia del Sistema Solar. Y más allá de Saturno, el 14 de febrero de 1990, tomó una imagen de nuestro planeta: un píxel frágil pero fulgurante en el espacio infinito.
La imagen deja en evidencia que somos demasiado pequeños, que los seres humanos somos insignificantes comparados con la profundidad del cosmos que nos rodea. Y sin embargo, reflexiona Sagan, ese punto es nuestro hogar. "Somos nosotros. Ahí están todos aquellos a los que amas, todos aquellos a los que conoces, aquellos de los que has oído hablar, todos los seres humanos; están nuestras alegrías y nuestros sufrimientos, las religiones, las ideologías, las doctrinas económicas, cada cazador y cada recolector, cada héroe y cada cobarde, los creadores y los destructores de civilizaciones, cada rey y cada plebeyo, todas las parejas de enamorados, cada madre y cada padre y cada niño lleno de esperanza, los inventores y los exploradores y los maestros de la moral, los políticos corruptos, las superestrellas, los líderes supremos, todos los santos y todos los pecadores de la historia de nuestra especie vivieron aquí: en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol".
El mismo punto insignificante de metal y gases en el que un niño se había tapado los ojos con su manta, asustado por la oscuridad de su habitación. Esa oscuridad que años después atravesaría con su inteligencia para traernos la luz. Con los ojos muy abiertos.
Miraba la oscuridad con los ojos muy abiertos, tapándose con la sábana hasta la nariz, entre escalofríos. Con el corazón rebotando contra la densidad de las tinieblas. Como si el latido pudiera romperlas. Sudaba y se quedaba toda la noche en vela. Pensando en lo que habría más allá del miedo. Aquel niño que no podía soportar el peso de las sombras de su habitación crecería para ser astrónomo. Para buscar la verdad en los confines del universo.
Carl Sagan fue pura contradicción desde que era pequeño. Lo llevaba escrito en su código genético. Apostó que la lógica podría salvarle de la locura de su madre: adorable y paranoica, seductora y destructiva. Ella se había enamorado de su padre casi al instante. Le bastó con preguntarle si tenía pecas por todo el cuerpo. Él contestó que sí y a las dos semanas se habían casado. La pequeña judía sin familia y el ucraniano bonachón. Los Sagan se fueron a vivir a un apartamento al sur de Brooklyn, no lejos de Coney Island. En aquella playa, Carl haría lo que todos los chicos hacían durante la Segunda Guerra Mundial: montar guardia con unos binoculares buscando submarinos alemanes. Hasta que un día decidió utilizar aquellos dos lentes para mirar al cielo. Y vio los cráteres de la luna. Y el rojo radiante de Marte. Y no quiso volver a mirar al suelo.
Preguntaba tanto, que su madre le sacó un carnet en la biblioteca. Le dio dinero para el tranvía y lo mandó a Manhattan. En la Biblioteca Pública de New York, aquel niño de ojos grandes pidió un libro sobre estrellas. Y le dieron uno lleno de fotos de actores de Hollywood. Cuando por fin consiguió que le dejaran el correcto, Carl hizo uno de los descubrimientos que marcarían su vida. El sol era una estrella más, como las otras. sólo que estaba más cerca.
Eso quería decir que las demás estaban increíblemente lejos. Tanto como para que te diera vueltas la cabeza. Y el muchacho quedó admirado por la magnitud de aquel misterio que se desplegaba descarado sobre nuestras cabezas: El universo.
A New York, en 1939, le gustaba mirar al futuro. Las nuevas tecnologías salvarían el mundo: habría comida sintética para alimentarnos a todos, la televisión llevaría la alta cultura a todos los hogares, las enfermedades se curarían con píldoras baratísimas, cualquiera podría ir en avión y, algún día,
viajaríamos al espacio como quien se va a Aruba de vacaciones. No era una utopía. El niño Carl había visto la Ciudad del Mañana en la Exposición Universal en Flushing Meadows: una versión de aquel Oz pulido en tecnicolor que aparecía en una película que acababan de estrenar ese mismo año.
Fantaseaba con un porvenir prometedor. Lo imaginaba cuando alzaba la cabeza hacia el cielo en el Planetario Hayden del Museo de Historia Natural. Allí se dio cuenta de que el espacio era un lugar. El lugar en el que la vida era la vida.
Y así nos lo contó mucho tiempo después, cuando ya se había convertido en el científico vivo más famoso de la historia, celebridad televisiva, best sellers y un premio Pulitzer. Nos enseñaría que la tierra es un pálido punto azul en el que todo puede suceder. El Voyager 1 surcaba el cielo hacia el Cinturón de Kuiper con la misión de mandar una foto de familia del Sistema Solar. Y más allá de Saturno, el 14 de febrero de 1990, tomó una imagen de nuestro planeta: un píxel frágil pero fulgurante en el espacio infinito.
La imagen deja en evidencia que somos demasiado pequeños, que los seres humanos somos insignificantes comparados con la profundidad del cosmos que nos rodea. Y sin embargo, reflexiona Sagan, ese punto es nuestro hogar. "Somos nosotros. Ahí están todos aquellos a los que amas, todos aquellos a los que conoces, aquellos de los que has oído hablar, todos los seres humanos; están nuestras alegrías y nuestros sufrimientos, las religiones, las ideologías, las doctrinas económicas, cada cazador y cada recolector, cada héroe y cada cobarde, los creadores y los destructores de civilizaciones, cada rey y cada plebeyo, todas las parejas de enamorados, cada madre y cada padre y cada niño lleno de esperanza, los inventores y los exploradores y los maestros de la moral, los políticos corruptos, las superestrellas, los líderes supremos, todos los santos y todos los pecadores de la historia de nuestra especie vivieron aquí: en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol".
El mismo punto insignificante de metal y gases en el que un niño se había tapado los ojos con su manta, asustado por la oscuridad de su habitación. Esa oscuridad que años después atravesaría con su inteligencia para traernos la luz. Con los ojos muy abiertos.
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