DATA-BROKERS: ASÍ SON LOS TRAFICANTES DE TU INTIMIDAD EN INTERNET [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
Tu smartphone sabe desde la hora en la que vas al gimnasio hasta cuántas calorías quemas de ese pollo a la brasa que cenaste anoche en El Burrito de Lince. ¿Quién se beneficia con toda esta información?
Existen tres o cuatro empresas que saben todo sobre ti: Google, Facebook, Microsoft… Operan con un modelo de negocio cercano al pacto con el diablo: todo es gratis (Gmail, WhatsApp, Instagram, incluso Windows 10 para viejos clientes), a cambio de tu alma digital, tu biografía en línea, tus secretos. Un pacto con Mefistófeles que firmas al aceptar los términos y condiciones de uso, donde por defecto cedes todo: desde tu historial de búsquedas hasta el de compras, pasando por el recorrido que haces cada día para ir al trabajo. Una cantidad de información que ni siquiera ocultan porque la mayor parte de usuarios ni se lo plantean.
Cada vez que Google Now te ofrece la información del trayecto desde tu casa al trabajo y viceversa, lo hace porque sabe dónde vives, dónde trabajas, tus horarios e incluso los escaparates que miras por el camino. Apple ya presume en sus presentaciones de que sus máquinas se están convirtiendo en un historial médico más completo y consentido que el de tu médico de cabecera. Facebook incluso sabe qué es eso que tecleaste a esa persona y, finalmente, decidiste no enviar.
La asistente virtual de Microsoft, Cortana, se está preparando para convertirse en tu memoria de reemplazo. Aquella a la que preguntar de viva voz: "¿Cómo se llamaba ese restaurante en la carretera al sur en el que comí chicharrones el año pasado que fui a Asia?", y que te conteste complaciente, sin que te recorra el escalofrío de que una máquina tenga almacenadas todas tus localizaciones físicas durante meses: la admisión definitiva de que estás poniendo presente, pasado y futuro en las manos de servidores. Una información que ni siquiera los gobiernos tienen.
Por detrás de esos gigantes existe un número indeterminado de compañías sin sus recursos, dispuestas a todo para conseguir esos perfiles. Son los Data-Brokers, traficantes de información, que operan "en la oscuridad", en palabras de un senador norteamericano. Empresas con objetivos más siniestros: ¿Eres alcohólico? ¿Depresivo? ¿Cuál es tu historial sexual? ¿Has sido víctima de un crimen? Son preguntas que, en 2013, formaban parte de una base de datos en venta en EE UU. Un retrato robot de mil personas, con nombres y apellidos, que se vendía por 79 dólares. Menos de 10 céntimos por cabeza para saber si te habían violado, si tenías disfunción eréctil o si te habías bajado el último video de Shyla Stylez.
Y sin necesidad de invadir tu privacidad, cruzando tu perfil online con los indicadores que el Big Data señala sobre cada posible problema. ¿No querría tu futura empresa saber esto sobre ti antes de contratarte? ¿O la aseguradora que tiene que calcular tus primas? ¿Los padres de tu pareja antes de la boda? ¿Esa entidad que te ofrece un rápido crédito telefónico?
Experian, Equifax, Epsilon o Acxiom son algunas de las empresas más importantes del mundo de los comerciantes de datos, los mercaderes de la intimidad. Juntos suman más de 8.500 millones de euros en facturación. ¿Su producto? La información privada que el resto de empresas necesitan, especialmente los gestores de crédito. Experian, por ejemplo, presume de que cada día realiza en todo el mundo 3,5 millones de informes de deuda y, en tiempos de anonimato online, más de "500.000 comprobaciones de que alguien es quien dice ser".
LO QUE CUENTAS DE TI
Carlos García se levantó a las 7:30. Desayunó café negro y pan con tamal de chancho. Fue caminando a trabajar y volvió a sacar una foto de un modelo muy particular de Converse en un escaparate. Le gustan los libros de arte, la música electrónica y la tecnología. Vive en Jesús María. Es tipeador. Está suscrito a varias plataformas online de contenidos audiovisuales. Compra habitualmente por internet, desde ropa hasta comida a domicilio.
Puede que Carlos García no exista, pero esto es lo que cualquier data-broker podría deducir de cualquier tuitero –incluidas su edad y su dirección más o menos exacta– simplemente examinando un perfil de Twitter. Con suficiente paciencia, podría saber sus alergias y aficiones, sus relaciones fallidas, su estado civil, su lugar de residencia, sus colores favoritos y las marcas en las que confía. Deducir el nivel de ingresos, la ciudad de origen, los medios de transporte habituales, el tamaño de la familia e incluso los hábitos de sus padres. Simplemente con un perfil público de Twitter, más o menos activo, sin firmar un consentimiento o ceder datos a terceros. Si se le suma un perfil de Facebook abierto aparecerían el nivel de estudios (y dónde se realizaron), los amigos más cercanos, los eventos y conciertos, etcétera. Sumando LinkedIn, si tuviese, la experiencia laboral, los campos y qué ritmo de vida ha llevado. Instagram permitiría saber con qué frecuencia viaja y a dónde, por placer o por trabajo. Y así podríamos seguir y seguir...
Pero tardaríamos más tiempo que los programas informáticos adecuados en enumerar y registrar los datos. Ni siquiera hace falta que una persona supervise el proceso. Si pueden cruzar la información con una dirección de correo electrónico o un smartphone a través de alguna de las bases de datos anteriores, podrían vender el perfil a cualquiera sin infringir la ley, por un coste que va desde unos pocos centavos a –supongamos que un investigador privado necesita conocer a fondo a Carlos García– un par de cientos de dólares.
Incluso así no sabrían ni la mitad de la mitad de lo que Google o Microsoft saben. Pero ese es el negocio actual de los data-brokers: trabajar con la información que mostramos para adivinar quiénes somos. Esas cookies de las que te avisa el navegador, esos enlaces que compartimos, esa foto de "aquí sufriendo" marcada como "playa X, ciudad Y, país Z" con precisión de satélite, es como un pequeño ejército de espías. Mantenido por nosotros mismos y el culto al ego que han traído las redes sociales. Hoy, todos y cada uno de nosotros somos a la vez Fausto y Mefistófeles. Y los data-brokers son los demonios menores, los carroñeros de todo lo que dejamos detrás cada vez que presumimos de nuestro pacto con los señores del Infierno de la Privacidad.
Existen tres o cuatro empresas que saben todo sobre ti: Google, Facebook, Microsoft… Operan con un modelo de negocio cercano al pacto con el diablo: todo es gratis (Gmail, WhatsApp, Instagram, incluso Windows 10 para viejos clientes), a cambio de tu alma digital, tu biografía en línea, tus secretos. Un pacto con Mefistófeles que firmas al aceptar los términos y condiciones de uso, donde por defecto cedes todo: desde tu historial de búsquedas hasta el de compras, pasando por el recorrido que haces cada día para ir al trabajo. Una cantidad de información que ni siquiera ocultan porque la mayor parte de usuarios ni se lo plantean.
Cada vez que Google Now te ofrece la información del trayecto desde tu casa al trabajo y viceversa, lo hace porque sabe dónde vives, dónde trabajas, tus horarios e incluso los escaparates que miras por el camino. Apple ya presume en sus presentaciones de que sus máquinas se están convirtiendo en un historial médico más completo y consentido que el de tu médico de cabecera. Facebook incluso sabe qué es eso que tecleaste a esa persona y, finalmente, decidiste no enviar.
La asistente virtual de Microsoft, Cortana, se está preparando para convertirse en tu memoria de reemplazo. Aquella a la que preguntar de viva voz: "¿Cómo se llamaba ese restaurante en la carretera al sur en el que comí chicharrones el año pasado que fui a Asia?", y que te conteste complaciente, sin que te recorra el escalofrío de que una máquina tenga almacenadas todas tus localizaciones físicas durante meses: la admisión definitiva de que estás poniendo presente, pasado y futuro en las manos de servidores. Una información que ni siquiera los gobiernos tienen.
Por detrás de esos gigantes existe un número indeterminado de compañías sin sus recursos, dispuestas a todo para conseguir esos perfiles. Son los Data-Brokers, traficantes de información, que operan "en la oscuridad", en palabras de un senador norteamericano. Empresas con objetivos más siniestros: ¿Eres alcohólico? ¿Depresivo? ¿Cuál es tu historial sexual? ¿Has sido víctima de un crimen? Son preguntas que, en 2013, formaban parte de una base de datos en venta en EE UU. Un retrato robot de mil personas, con nombres y apellidos, que se vendía por 79 dólares. Menos de 10 céntimos por cabeza para saber si te habían violado, si tenías disfunción eréctil o si te habías bajado el último video de Shyla Stylez.
Y sin necesidad de invadir tu privacidad, cruzando tu perfil online con los indicadores que el Big Data señala sobre cada posible problema. ¿No querría tu futura empresa saber esto sobre ti antes de contratarte? ¿O la aseguradora que tiene que calcular tus primas? ¿Los padres de tu pareja antes de la boda? ¿Esa entidad que te ofrece un rápido crédito telefónico?
Experian, Equifax, Epsilon o Acxiom son algunas de las empresas más importantes del mundo de los comerciantes de datos, los mercaderes de la intimidad. Juntos suman más de 8.500 millones de euros en facturación. ¿Su producto? La información privada que el resto de empresas necesitan, especialmente los gestores de crédito. Experian, por ejemplo, presume de que cada día realiza en todo el mundo 3,5 millones de informes de deuda y, en tiempos de anonimato online, más de "500.000 comprobaciones de que alguien es quien dice ser".
LO QUE CUENTAS DE TI
Carlos García se levantó a las 7:30. Desayunó café negro y pan con tamal de chancho. Fue caminando a trabajar y volvió a sacar una foto de un modelo muy particular de Converse en un escaparate. Le gustan los libros de arte, la música electrónica y la tecnología. Vive en Jesús María. Es tipeador. Está suscrito a varias plataformas online de contenidos audiovisuales. Compra habitualmente por internet, desde ropa hasta comida a domicilio.
Puede que Carlos García no exista, pero esto es lo que cualquier data-broker podría deducir de cualquier tuitero –incluidas su edad y su dirección más o menos exacta– simplemente examinando un perfil de Twitter. Con suficiente paciencia, podría saber sus alergias y aficiones, sus relaciones fallidas, su estado civil, su lugar de residencia, sus colores favoritos y las marcas en las que confía. Deducir el nivel de ingresos, la ciudad de origen, los medios de transporte habituales, el tamaño de la familia e incluso los hábitos de sus padres. Simplemente con un perfil público de Twitter, más o menos activo, sin firmar un consentimiento o ceder datos a terceros. Si se le suma un perfil de Facebook abierto aparecerían el nivel de estudios (y dónde se realizaron), los amigos más cercanos, los eventos y conciertos, etcétera. Sumando LinkedIn, si tuviese, la experiencia laboral, los campos y qué ritmo de vida ha llevado. Instagram permitiría saber con qué frecuencia viaja y a dónde, por placer o por trabajo. Y así podríamos seguir y seguir...
Pero tardaríamos más tiempo que los programas informáticos adecuados en enumerar y registrar los datos. Ni siquiera hace falta que una persona supervise el proceso. Si pueden cruzar la información con una dirección de correo electrónico o un smartphone a través de alguna de las bases de datos anteriores, podrían vender el perfil a cualquiera sin infringir la ley, por un coste que va desde unos pocos centavos a –supongamos que un investigador privado necesita conocer a fondo a Carlos García– un par de cientos de dólares.
Incluso así no sabrían ni la mitad de la mitad de lo que Google o Microsoft saben. Pero ese es el negocio actual de los data-brokers: trabajar con la información que mostramos para adivinar quiénes somos. Esas cookies de las que te avisa el navegador, esos enlaces que compartimos, esa foto de "aquí sufriendo" marcada como "playa X, ciudad Y, país Z" con precisión de satélite, es como un pequeño ejército de espías. Mantenido por nosotros mismos y el culto al ego que han traído las redes sociales. Hoy, todos y cada uno de nosotros somos a la vez Fausto y Mefistófeles. Y los data-brokers son los demonios menores, los carroñeros de todo lo que dejamos detrás cada vez que presumimos de nuestro pacto con los señores del Infierno de la Privacidad.
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