SÍ EXISTIÓ UN HOMBRE PERFECTO Y ERA JOHN JOHN KENNEDY PERO ESTABA CONDENADO A LA TRAGEDIA [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
El hombre perfecto (para las féminas norteamericanas) tenía que caer como caen los mitos: en caída libre desde el cielo. Este mito en particular se precipitó contra la tierra a los 38 años de su edad
El hombre perfecto tenía que morir. Llevaba la tragedia escrita en la historia de su familia. Decían que era la maldición de Camelot, una maldición que estaba ya en ese nombre: los cuentos de hadas no pueden existir. John John Kennedy tenía que morir porque el mundo no está hecho para la perfección de las fábulas. Porque los verdaderos mitos, para serlo, han de desaparecer. Tenía que morir porque era un Kennedy y en algún recodo de su vida le esperaba la fatalidad. Como esperó a su padre en una plaza de Dallas. O a su tío en un hotel de Los Ángeles. A la tía Rosemary en forma de lobotomía ordenada por papá. A sus dos hermanitos -que nunca lo fueron- que encontraron la tumba en lugar de un sonajero.
La tragedia estaba ya en su cara -adulto de golpe- aquel día de noviembre de 1963. El abriguito azul y el sol radiante negando el luto en el cementerio de Arlington. Y el niño más famoso del país se llevaba la mano a la frente y despedía el féretro de su padre con el saludo militar. Eso era un Kennedy. La patria. La nobleza. El deber. La entereza de quien no debería estar obligado a la contención. Como un héroe de verdad.
Estados Unidos había suspirado con el pequeño niño Kennedy desde que nació. Llegó justo antes del día de Acción de Gracias, directo a la incubadora, seis libras y tres onzas. Su padre se enteró del nacimiento de su primer hijo a bordo del avión que le llevaba de vuelta de Palm Beach. Un avión que sí aterrizó. Cuando después le preguntaron si el niño era guapo, el padre sólo respondió que sí. No llegaría a saber nunca en lo que se iba a convertir aquel retoño juguetón.
Los fotógrafos se habían dado cuenta desde el primer momento. Un bebé irresistible rodeado de los peluches de colores que había mandado desde París madame de Gaulle. Una miniatura jugueteando sobre las alfombras del despacho oval. Ese niño con los ojos muy abiertos escondido en el escritorio presidencial. No levantaba tres palmos del suelo y ya era el centro de atención. John John concentraba toda la ternura que América quería dar. Y después, concentró todo el amor. Porque el huérfano se convertiría pronto en el ídolo americano: atractivo, inteligente, deportista, sano, seductor, adinerado. Era el heredero que esperaba la saga laica del reino de Camelot. Y el príncipe demócrata se rodeó de princesas. De las mujeres a las que deseaban todos los demás. Pero los demás no eran John John Kennedy. Los demás no tenían la mandíbula de un mármol griego, ni los ojos que habría deseado filmar John Ford, ni la sonrisa espléndida que iluminaba la foto aunque no hubiera flash. Se paseó con Madonna y enamoró a Daryl Hannah cuando en Hollywood no había mujer más deseada. Y se terminó casando con la reina rubia que todo cuento de hadas necesita antes de las perdices del final.
Pero se acabaron las perdices y sólo quedaba el final. Porque la perfección no asegura la felicidad. Y menos en el amor. John John y Carolyn Bessette se querían y no. Se acercaban y no. Ni contigo, ni sin ti. Expuestos a los chacales que todo lo quieren ver. Viajaban a una boda familiar en el reducto de Martha's Vineyard. En la Piper Saratoga que él había comprado tres meses antes. Resultó que el hombre perfecto era un piloto fatal. La arrogancia le ganó. Se empeñó en despegar a pesar de tener una lesión en un tobillo. A pesar de no haber acumulado las horas suficientes de vuelo.
Tenía que caer como caen los mitos: en picado desde el cielo. Precipitarse contra la realidad. Tenía 38 años. "Hay un tiempo para todo. Un tiempo para nacer y un tiempo para morir". Las palabras del Eclesiastés que escuchó de niño en el funeral de su padre quizá también valían para él. Porque hay un tiempo para que mueran los hombres como John John: antes de que la vida corrompa la perfección.
El hombre perfecto tenía que morir. Llevaba la tragedia escrita en la historia de su familia. Decían que era la maldición de Camelot, una maldición que estaba ya en ese nombre: los cuentos de hadas no pueden existir. John John Kennedy tenía que morir porque el mundo no está hecho para la perfección de las fábulas. Porque los verdaderos mitos, para serlo, han de desaparecer. Tenía que morir porque era un Kennedy y en algún recodo de su vida le esperaba la fatalidad. Como esperó a su padre en una plaza de Dallas. O a su tío en un hotel de Los Ángeles. A la tía Rosemary en forma de lobotomía ordenada por papá. A sus dos hermanitos -que nunca lo fueron- que encontraron la tumba en lugar de un sonajero.
La tragedia estaba ya en su cara -adulto de golpe- aquel día de noviembre de 1963. El abriguito azul y el sol radiante negando el luto en el cementerio de Arlington. Y el niño más famoso del país se llevaba la mano a la frente y despedía el féretro de su padre con el saludo militar. Eso era un Kennedy. La patria. La nobleza. El deber. La entereza de quien no debería estar obligado a la contención. Como un héroe de verdad.
Estados Unidos había suspirado con el pequeño niño Kennedy desde que nació. Llegó justo antes del día de Acción de Gracias, directo a la incubadora, seis libras y tres onzas. Su padre se enteró del nacimiento de su primer hijo a bordo del avión que le llevaba de vuelta de Palm Beach. Un avión que sí aterrizó. Cuando después le preguntaron si el niño era guapo, el padre sólo respondió que sí. No llegaría a saber nunca en lo que se iba a convertir aquel retoño juguetón.
Los fotógrafos se habían dado cuenta desde el primer momento. Un bebé irresistible rodeado de los peluches de colores que había mandado desde París madame de Gaulle. Una miniatura jugueteando sobre las alfombras del despacho oval. Ese niño con los ojos muy abiertos escondido en el escritorio presidencial. No levantaba tres palmos del suelo y ya era el centro de atención. John John concentraba toda la ternura que América quería dar. Y después, concentró todo el amor. Porque el huérfano se convertiría pronto en el ídolo americano: atractivo, inteligente, deportista, sano, seductor, adinerado. Era el heredero que esperaba la saga laica del reino de Camelot. Y el príncipe demócrata se rodeó de princesas. De las mujeres a las que deseaban todos los demás. Pero los demás no eran John John Kennedy. Los demás no tenían la mandíbula de un mármol griego, ni los ojos que habría deseado filmar John Ford, ni la sonrisa espléndida que iluminaba la foto aunque no hubiera flash. Se paseó con Madonna y enamoró a Daryl Hannah cuando en Hollywood no había mujer más deseada. Y se terminó casando con la reina rubia que todo cuento de hadas necesita antes de las perdices del final.
Pero se acabaron las perdices y sólo quedaba el final. Porque la perfección no asegura la felicidad. Y menos en el amor. John John y Carolyn Bessette se querían y no. Se acercaban y no. Ni contigo, ni sin ti. Expuestos a los chacales que todo lo quieren ver. Viajaban a una boda familiar en el reducto de Martha's Vineyard. En la Piper Saratoga que él había comprado tres meses antes. Resultó que el hombre perfecto era un piloto fatal. La arrogancia le ganó. Se empeñó en despegar a pesar de tener una lesión en un tobillo. A pesar de no haber acumulado las horas suficientes de vuelo.
Tenía que caer como caen los mitos: en picado desde el cielo. Precipitarse contra la realidad. Tenía 38 años. "Hay un tiempo para todo. Un tiempo para nacer y un tiempo para morir". Las palabras del Eclesiastés que escuchó de niño en el funeral de su padre quizá también valían para él. Porque hay un tiempo para que mueran los hombres como John John: antes de que la vida corrompa la perfección.
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