¿TIENE ALGO QUE VER LA SUERTE CON LO QUE HACE ZIDANE? [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
Después de un año en el banquillo del Bernabéu analizamos por qué somos tan roñosos dándole crédito a su CV y a su racha
Se cumple un año de la llegada de Zidane al banquillo del Real Madrid. Leyendo las valoraciones de su primer año de gestión, cualquiera diría que antes de eso era el auxiliar de la escuela al que alguien decidió sentar en el banquillo principal ante una emergencia. Sólo así puede entenderse la alargada sombra de la sospecha que se cierne sobre su talento como entrenador. Lo que más se destaca de él siempre es su "suerte". Se da por hecho, por algún extraño motivo, que Zidane no tiene la capacidad necesaria, o los conocimientos suficientes, para llevar las riendas de un equipo de fútbol, y que han sido el azar y la buena fortuna en momentos puntuales los factores que han marcado su trayectoria este último año.
Lo cierto es que no existe un medidor más infalible del éxito que ese momento en el que los rivales te empiezan a acusar de tener suerte. Ese es el instante definitivo en el que se han quedado sin argumentos y necesitan recurrir a ideas primitivas para tratar de explicar tus triunfos. La mala suerte es la novia imaginaria de los perdedores. Porque cuando alguien sostiene seriamente que Zidane lleva meses sin perder gracias a puntuales golpes de buena suerte, está admitiendo que en este universo circulan seres iluminados por la gracia de Dios, por la divina providencia, por la alineación de los planetas o por el destino; seres que gozan de una condición especial y que dictan los designios del mundo. La suerte es ese cajón de sastre en el que englobamos todo aquello que no entendemos, el recurso de los perezosos, bien por ignorancia, bien por vagancia.
Una de las mentiras más repetidas de la historia del fútbol ha sido esa de que los equipos italianos tenían suerte por ganar siempre en el tiempo de descuento. Y nos tragábamos este cuento de charlatanería alangarcista barata. Como si los italianos hubieran hecho un pacto con el diablo o practicaran alguna suerte de brujería. La realidad es que solían ganar al final porque estaban mejor entrenados y preparados para competir en esos minutos en los que las piernas flaquean, el balón quema y el cerebro se colapsa. Una combinación de experiencia y mentalidad. Espíritu competitivo. Pero sin duda era mucho más fácil culpar de nuestros fracasos a la mala suerte. A veces necesitamos crearnos mitos para aceptar la realidad.
Hay dos formas de entender la vida: si crees que la pelota de Glasgow cayó del cielo porque así lo quiso el destino o si crees que Zidane convirtió una pelota cualquiera en un golazo histórico por sus bien pulidas cualidades como futbolista. Los primeros son los que creen en la suerte de Zidane (y los que probablemente lean el horóscopo cada mañana antes de salir de casa). Los segundos son los que creen que el fútbol sigue siendo un deporte de causa y efecto.
El Zidane entrenador tiene una serie de virtudes tal vez inapreciables. Aspectos intangibles y difíciles de medir como el respeto reverencial que despierta dentro del complicado mundo de los futbolistas de élite. Si trabajaras en una startup y tu jefe hubiera vendido en su día una compañía por casi 100 millones de euros a Google, seguramente trabajarías de forma distinta: escucharías con atención sus consejos y te esforzarías por impresionarlo. Lo mismo si fueras economista y tu jefe tuviera un Nobel. Algo parecido ocurre con Zidane. Cuando tu entrenador ha sido el mejor jugador del mundo, el futbolista técnicamente más brillante o alguien capaz de seguir dominando con insultante superioridad un Mundial a los 34 años, es inevitable que tu actitud trabajando para él sea distinta. Se acusa muchas veces de caprichosos a los futbolistas por hacerle la camita a sus entrenadores. No vemos que en el fondo no son tan distintos de nosotros, que necesitan trabajar con los mejores para sentir que están aprendiendo, que no están perdiendo su tiempo, acaso un bien todavía más valioso en una carrera tan corta como la del futbolista.
Es difícil averiguar el origen de este desprecio o desconfianza hacia Zidane en su faceta como entrenador. Tal vez sea porque no necesita vender una imagen de entrenador sesudo y analítico, o porque no tiene afán de protagonismo, o porque no gesticula demasiado desde la banda, o porque no se ha autoproclamado heredero de nadie, o porque no es esclavo de eso tan cursi y pretencioso como "una filosofía". ¿Está reinventando Zidane el fútbol moderno con un sistema de juego rupturista? Probablemente no. ¿Necesita hacer eso? Probablemente tampoco. Ser entrenador a veces requiere entender que tu trabajo no pasa por reinventar la rueda, sino por algo mucho más burocrático como limitarte a optimizar tus recursos. Y en esto Zidane se ha mostrado de lo más hábil hasta el momento. Nadie ha gestionado las rotaciones con tanta inteligencia como él. Es de los entrenadores con menos manías y enchufes personales que se recuerdan por el Bernabéu. Es flexible y sabe adaptarse. Cuando llegó, parecía no contar en absoluto con Casemiro y Lucas, y al final se han convertido en dos de sus pretorianos más fiables. Decían que era el padrino de Jesé, y este verano Big Flow hizo las maletas para instalarse en París. Se supone que es la marioneta de Florentino, pero no duda en sentar en el banquillo a James. Su sistema favorito es el 4-3-3, pero no duda en mutar a un 4-4-2 o a un 4-1-4-1 si las condiciones de los jugadores disponibles así lo requieren.
Pero de todas las sorpresas de Zidane durante este año, la más significativa ha sido demostrar que es suficientemente listo para no sentir la necesidad de demostrar que es listo. Por eso esboza una enigmática sonrisa cuando le preguntan por su suerte. Porque sabe que es mejor que sigan creyendo que la tostada siempre cae por el lado que quiere Zidane. Porque nada asusta tanto como los fantasmas que nosotros mismos nos creamos.
Se cumple un año de la llegada de Zidane al banquillo del Real Madrid. Leyendo las valoraciones de su primer año de gestión, cualquiera diría que antes de eso era el auxiliar de la escuela al que alguien decidió sentar en el banquillo principal ante una emergencia. Sólo así puede entenderse la alargada sombra de la sospecha que se cierne sobre su talento como entrenador. Lo que más se destaca de él siempre es su "suerte". Se da por hecho, por algún extraño motivo, que Zidane no tiene la capacidad necesaria, o los conocimientos suficientes, para llevar las riendas de un equipo de fútbol, y que han sido el azar y la buena fortuna en momentos puntuales los factores que han marcado su trayectoria este último año.
Lo cierto es que no existe un medidor más infalible del éxito que ese momento en el que los rivales te empiezan a acusar de tener suerte. Ese es el instante definitivo en el que se han quedado sin argumentos y necesitan recurrir a ideas primitivas para tratar de explicar tus triunfos. La mala suerte es la novia imaginaria de los perdedores. Porque cuando alguien sostiene seriamente que Zidane lleva meses sin perder gracias a puntuales golpes de buena suerte, está admitiendo que en este universo circulan seres iluminados por la gracia de Dios, por la divina providencia, por la alineación de los planetas o por el destino; seres que gozan de una condición especial y que dictan los designios del mundo. La suerte es ese cajón de sastre en el que englobamos todo aquello que no entendemos, el recurso de los perezosos, bien por ignorancia, bien por vagancia.
Una de las mentiras más repetidas de la historia del fútbol ha sido esa de que los equipos italianos tenían suerte por ganar siempre en el tiempo de descuento. Y nos tragábamos este cuento de charlatanería alangarcista barata. Como si los italianos hubieran hecho un pacto con el diablo o practicaran alguna suerte de brujería. La realidad es que solían ganar al final porque estaban mejor entrenados y preparados para competir en esos minutos en los que las piernas flaquean, el balón quema y el cerebro se colapsa. Una combinación de experiencia y mentalidad. Espíritu competitivo. Pero sin duda era mucho más fácil culpar de nuestros fracasos a la mala suerte. A veces necesitamos crearnos mitos para aceptar la realidad.
Hay dos formas de entender la vida: si crees que la pelota de Glasgow cayó del cielo porque así lo quiso el destino o si crees que Zidane convirtió una pelota cualquiera en un golazo histórico por sus bien pulidas cualidades como futbolista. Los primeros son los que creen en la suerte de Zidane (y los que probablemente lean el horóscopo cada mañana antes de salir de casa). Los segundos son los que creen que el fútbol sigue siendo un deporte de causa y efecto.
El Zidane entrenador tiene una serie de virtudes tal vez inapreciables. Aspectos intangibles y difíciles de medir como el respeto reverencial que despierta dentro del complicado mundo de los futbolistas de élite. Si trabajaras en una startup y tu jefe hubiera vendido en su día una compañía por casi 100 millones de euros a Google, seguramente trabajarías de forma distinta: escucharías con atención sus consejos y te esforzarías por impresionarlo. Lo mismo si fueras economista y tu jefe tuviera un Nobel. Algo parecido ocurre con Zidane. Cuando tu entrenador ha sido el mejor jugador del mundo, el futbolista técnicamente más brillante o alguien capaz de seguir dominando con insultante superioridad un Mundial a los 34 años, es inevitable que tu actitud trabajando para él sea distinta. Se acusa muchas veces de caprichosos a los futbolistas por hacerle la camita a sus entrenadores. No vemos que en el fondo no son tan distintos de nosotros, que necesitan trabajar con los mejores para sentir que están aprendiendo, que no están perdiendo su tiempo, acaso un bien todavía más valioso en una carrera tan corta como la del futbolista.
Es difícil averiguar el origen de este desprecio o desconfianza hacia Zidane en su faceta como entrenador. Tal vez sea porque no necesita vender una imagen de entrenador sesudo y analítico, o porque no tiene afán de protagonismo, o porque no gesticula demasiado desde la banda, o porque no se ha autoproclamado heredero de nadie, o porque no es esclavo de eso tan cursi y pretencioso como "una filosofía". ¿Está reinventando Zidane el fútbol moderno con un sistema de juego rupturista? Probablemente no. ¿Necesita hacer eso? Probablemente tampoco. Ser entrenador a veces requiere entender que tu trabajo no pasa por reinventar la rueda, sino por algo mucho más burocrático como limitarte a optimizar tus recursos. Y en esto Zidane se ha mostrado de lo más hábil hasta el momento. Nadie ha gestionado las rotaciones con tanta inteligencia como él. Es de los entrenadores con menos manías y enchufes personales que se recuerdan por el Bernabéu. Es flexible y sabe adaptarse. Cuando llegó, parecía no contar en absoluto con Casemiro y Lucas, y al final se han convertido en dos de sus pretorianos más fiables. Decían que era el padrino de Jesé, y este verano Big Flow hizo las maletas para instalarse en París. Se supone que es la marioneta de Florentino, pero no duda en sentar en el banquillo a James. Su sistema favorito es el 4-3-3, pero no duda en mutar a un 4-4-2 o a un 4-1-4-1 si las condiciones de los jugadores disponibles así lo requieren.
Pero de todas las sorpresas de Zidane durante este año, la más significativa ha sido demostrar que es suficientemente listo para no sentir la necesidad de demostrar que es listo. Por eso esboza una enigmática sonrisa cuando le preguntan por su suerte. Porque sabe que es mejor que sigan creyendo que la tostada siempre cae por el lado que quiere Zidane. Porque nada asusta tanto como los fantasmas que nosotros mismos nos creamos.
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