HARRY HOUDINI: EL HOMBRE QUE ESCAPÓ DE TODO ANTES DE SER ESCAPISTA [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

"Mi cerebro es la llave que me libera". Lo decía un hombre que había escapado de todo. No sólo de los candados. Antes de que Harry Houdini fuera Harry Houdini había utilizado sus neuronas para salir de su infancia de niño pobre neoyorquino. Aunque como todos los neoyorquinos de finales del XIX, Harry tampoco era de allí. Ni se llamaba Harry. Llegó de Budapest con una familia que se apellidaba Weisz. De las que se cambian el nombre con la ilusión de cambiarse el destino. Vivieron una temporada en Wisconsin antes de mudarse a la gran ciudad. Para cuando llegaron, Harry todavía se llamaba Erich, pero ya había descubierto uno de sus talentos: volar. Convertido en trapecista se hacía llamar El Príncipe del Aire. Comprendería después que para triunfar en el cielo tendría que asaltarlo en cautividad. Y deshacerse de las ataduras encerrado en cajas misteriosas sobre las cabezas anonadadas de un público que se resistía a respirar.


"Mi mayor huida fue salir de Appleton, Wisconsin". Lo decía como en broma, pero era verdad. New York parecía estar esperándole para elevarle a la gloria. La ciudad que crecía vertical hasta arañar las nubes sería su lugar. El príncipe del trapecio pasaría a ser el rey de las cartas. Sólo faltaba un empresario avispado que le convenciera de algo que en el fondo ya sabía: que lo suyo era escapar.

Y tuvo que escapar para demostrar su genio. Marcharse donde todo empezó. A aquella poco acogedora Europa que su familia había tenido que abandonar. Y el continente viejo se rindió admirado ante el nuevo arte del ilusionista para el que no existían cerraduras ni candados. Allí reafirmó su trono imaginario regalándole a su madre un vestido confeccionado para la Reina Victoria, que había muerto antes de poder estrenarlo. Harry envolvió a la frágil señora Weisz en terciopelos excesivos y organizó para ella una fiesta también desmesurada: una falsa ceremonia de coronación en el mejor hotel de Budapest. Le estaba demostrando a su pasado que era posible escapar de la pobreza y regresar con un halo aristocrático.

Houdini, magnífico y principesco, no conocía la modestia. Quizá no hubiera llegado nunca a ningún sitio sin su exagerada vanidad. Llamaba la atención ver a aquel hombre casi vulgar convertido en leyenda: demasiado bajito para ser superhéroe, demasiado rudo para parecer un galán, demasiado charlatán para ser un gran orador. Pero conocía los dos secretos fundamentales del mundo del espectáculo: aparentar lo que no era y hacer que el público deseara eso que sólo él les podía dar. "Lo que los ojos ven y los oídos oyen, eso es lo que la mente cree". Y la mente de los espectadores creyó.

Él no creyó en nada más que en sus neuronas. Dejó de confiar en la amistad cuando Conan Doyle quiso convencerle de que podía hablar con el espíritu de su madre fallecida. "Estaba dispuesto a creer, incluso deseaba creer. Era extraño para mí y, con el corazón golpeándome en el pecho, aguardé con la esperanza de que pudiera volver a sentir la presencia de mi querida madre". Pero la sesión de espiritismo que había organizado su amigo resultó un engaño evidente. Dolido y traicionado, Houdini dedicaría su talento a luchar contra el ocultismo y contra la hechicería. Aunque eso supusiera enfrentarse al padre de Sherlock Holmes.


Él sólo creía en la razón y en los libros. Esos que apilaba en su pequeño palacio de Harlem. Tuvo que contratar a un bibliotecario para organizarlos. Otra vez había vuelto a huir: el niño que sólo estudió hasta sexto curso había levantado una catedral de papel y de sabiduría. "Vivo en una biblioteca", le gustaba decir.

Pero el emperador del escapismo, el hombre que había desafiado a la Física, al agua, a las camisas de fuerza, a las ataduras y a las prisiones herméticas, no tuvo la muerte de un héroe. Se lo llevó un puñetazo mal dado por un joven que quería comprobar si de verdad era tan fuerte como se decía. Houdini le dejó. No sabía que el golpe seco agravaría una afección del apéndice que ni siquiera había sentido. Una muerte ridícula para un gran ilusionista.

Aunque el público no lo quiso creer, se extendió el rumor de que Harry Houdini se había ahogado en la celda acuática de tortura china. Una vez más había engañado a los espectadores y les había dado aquello que querían creer. Una muerte épica o la leyenda de que había desaparecido definitivamente para reencarnarse en un nuevo personaje. Ladies and gentlemen, con ustedes ya no está Harry Houdini. O quizá sí. Encerrado en el cerebro de todos los que lo admiran.

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