¿POR QUÉ A ALGUNOS NO LES GUSTAN LOS VIDEOJUEGOS Y A OTROS SÍ?: MITOS Y VERDADES [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

Hacia 1982, Pac-Man vendió siete millones de copias en la primitiva Atari 2600. Se manejaba con sólo una palanca. Un juego actual de consola "sencillo" requiere controlar 16 palancas y botones. Y, sin embargo, cientos de millones de personas en todo el mundo juegan. ¿Dónde está el problema? ¿Cuál es la verdadera barrera de acceso a los videojuegos? El portal web Actores, Directores y Guionistas de Latinoamérica te da un alcance.


En 1980 el videojuego más popular se llamaba Pac-Man. Una bola amarilla recorría un laberinto devorando píldoras y huyendo de fantasmas. El Comecocos, como también se le conocía, es posiblemente el título más importante e influyente de esa primera edad dorada del medio. Su figura todavía preside la compañía Namco (hoy Bandai Namco), y apadrina su lema: "Sueños, inspiración, diversión". También sirve para explicar cuáles son los problemas del videojuego actual: por qué media humanidad juega y la otra, simplemente, no.

Pac-Man es importantísimo porque su historia y su planteamiento son ajenos a todo lo que conocíamos. Ayudó al medio a desarrollar su propio idioma -extensible a un fontanero gordo que come setas y salta o a un erizo azul en ruta destroy robando anillos-, pero lo hizo con simpleza. En Pac-Man hay pasillos verticales y horizontales y una palanca con cuatro ejes. Arriba-izquierda-derecha-abajo. No había nada más. Y, aún así, costaba comprenderlo: ¿por qué los fantasmas te comen? ¿por qué si tu devoras un pastillón tremendo se vuelven azules y te tragas sus formas hasta que sólo quedan los ojos? ¿por qué el Comecocos puede salir por un lado y aparecer por el siguiente?

Pac-Man es incomprensible. Sus normas están ocultas. Y eso que sólo puedes hacer cuatro cosas. Arriba-izquierda-derecha-abajo. Hace falta invertir tiempo -ya sea como espectador o como jugador- para entender su lenguaje. Uno en el que encima participas desde el principio. Hace falta desarrollar una habilidad de la que careces de antemano. Como el tenis. Como el fútbol. Como construir barquitos y meterlos en botellas o hacer puzles de mil piezas. Como preparar una foto de un desayuno en Instagram.

También es difícil, incluso hoy. De forma artificial e intencionada. Porque Pac-Man sigue una lógica comercial un poco extraña para nuestro tiempo. Los videojuegos no eran algo a lo que todo el mundo tuviera acceso. Eran pesados muebles, con teles de tubo dentro y circuitería aparatosa. Animales amorfos de 110 kilos como mínimo, y ahora tu smartphone puede pesar 143 gramos.

Pac-Man era difícil porque pagabas por tiempo para ocupar ese armatoste. Y cuanto antes se acabase tu partida, cuanto antes perdieses, más rápidamente echaría alguien (tú, otro) otra moneda. Los videojuegos nacieron difíciles como modelo de negocio. Legendariamente difíciles. Ahí tienes tu primera barrera de entrada: pregunta a cualquier persona de más de 30 años, jugadores o no, y la idea es que los videojuegos son bastante difíciles de acabar.


¿POR QUÉ COMPLICAR LAS COSAS?

Y la culpa la tiene el propio medio, porque los videojuegos son emulaciones, tratan de reproducir experiencias en un entorno virtual, con o sin referente real: meter un gol como Cristiano Ronaldo o pasearse por un laberinto con fantasmas son objetivos deseables en el medio. Experiencias. No historias.

Así que la "experiencia", cuando las consolas desembarcaron de forma masiva en los hogares, era imitar esa dificultad infernal. Pero en casa no había que meter monedas. Ya habías pagado la consola y el televisor. El juego, que en el caso de Pac-Man vendió nada menos que siete millones de copias en Atari 2600, aquella cosa que se jugaba con una palanca y un botón rojo. Bienvenidos a un bucle infernal: los videojuegos domésticos se vuelven igual de difíciles para que te sientas un jugador, un true gamer, un tipo como Billy Mitchell, kingpin de las salsas y récordman vocacional.


Incluso para tapar perezas o imposibilidades: Great Gurianos, un horror de Spectrum -imagina un mundo donde para jugar una cinta de casette tiene que chirriar durante 20 minutos para escupirte colores chillones y píxeles como puños, a cada juego, eso era el Spectrum-, era un juego que nadie podía pasar. Porque Dave Perry, el encargado de programarlo y futura estrella del medio en los 90 (¿Cómo? Con una lombriz metida en un traje espacial con músculos, para empezar), no había terminado el juego. Así que para encubrir el error hizo al último enemigo imbatible. Porque no había nada más detrás.

Es como si George R.R. Martin entregase el próximo volumen de Canción de Hielo y Fuego con las páginas finales de cada libro pegadas con pegamento para ocultar que no las ha escrito. Que no había conclusión. Pero ya que hablamos de Martin, hablemos de Game Of Thrones, tanto en su vertiente serie como en libro. Para disfrutar de ambos productos, sólo hace falta sentarse y observar.

En un caso, con un conocimiento aprendido por la omnipresencia de la televisión (no, no es fácil entender cómo funcionan los planos, las elipsis, el lenguaje cinematográfico), y en el otro con algo que a todos nos enseñan durante varios años de colegio. A leer te enseñan, a ver cine o televisión te arrastran o te invaden. A jugar, no hay más remedio que sentarse y aprender, por voluntad propia, atraído por el mundo digital que se ve más allá del espejo. Ésa es la segunda barrera, la alfabetización de algo que en nuestro ocio es pasivo: le das al play o pasas páginas y las historias suceden. Mientras, en los juegos, si le das a start y no tocas la palanca, los botones, Mario se queda ahí, incólume. Hasta que muere.


ABAJO DIAGONAL DERECHA, DERECHA MÁS PUÑA: HADOUKEN

Pero el medio crece: de Pac-Man a Mario hemos pasado a un mando con dos botones. Las posibilidades crecen y Nintendo, dueña de los 80 en las salas caseras mientras las salas de juego se llenan de coches de mentira o aviones para que te sientas Tom Cruise por unos minutos. Porque el videojuego es plagio, continuamente. Apropiación. Remezcla cultural. Es como un DJ cogiendo trocitos de canciones para crear algo nuevo. Sólo que tú tienes que girar los platos de las mezclas que te han preparado los creadores. No puedes limitarte a escuchar.

Entonces llega Street Fighter II: Capcom se pone Bruce Lee con medio planeta y saca el arcade de pegar a la gente hasta destruirle el alma de-fi-ni-ti-vo. Seis botones como seis soles. Movimientos especiales. Si eres hábil, podrás lanzar una bola de fuego o lanzar un uppercut volador. Si no, mira, ponte en la bola de mirones y no sigas tirando dinero. No hagas el ridículo delante de tus semejantes. Y ni te cuento si llega otro y mete una moneda sólo para partirte la crisma digital y hacerte perder tu ficha.

Bienvenidos al multijugador competitivo, hoy una industria televisiva que bota engendros famosos cada año para ser explotados por la prensa sensacionalista, como quien emite una liga de fútbol. Por entonces, poco más que un achorado de barrio con casaca de cuero fumando delante de ti. De los que si le haces un perfect en el juego te va a dejar la cara peor que Ryu como te encuentre a la salida del local.


TÚ ERES EL DIRECTOR, EL ACTOR, EL GUIONISTA Y EL ESPECTADOR

Street Fighter II fue el canto del cisne de las dos dimensiones. Poco después llegarían los polígonos y dejaríamos de jugar con dibujos para pasar a perseguir la realidad. A cualquier precio. Con las herramientas que hiciesen falta. La evolución del medio dirigida a esos jugadores de lo difícil, la revolución del hadouken y la llegada de las tres dimensiones nos llevó al Play Station.

El PlayStation 4 es una consola que ha vendido 40 millones de unidades en apenas tres años (Atari 2600 vendió 10 millones en cinco años. PlayStation 2 vendió más de 150 millones durante la pasada década). El mando del PS4 es el esquema de control para jugar a Destiny, un exitoso juego de pegar tiros y bailar con gente sobre las ruinas del sistema solar. 20 funciones distintas. 16 botones y palancas. Dale eso a un jugador novato y dile que tiene que andar, disparar y mirar alrededor mientras hordas extraterrestres intentan matarlo. Ésa ha sido la evolución de los juegos comerciales desde que una palanca moviese al Pac-Man sobre dos ejes.

Los juegos actuales ya no son difíciles como antes. El modelo es otro y los salones de pinball ya no existen más que como vestigios o accidentes arqueológicos de los 80. Pero su complejidad es extrema. Y ésa es la última barrera. Salvo aquel afortunado divertimento que fue la Wii, protagonista de fiestas caseras durante unos meses, y la facilidad de poner tu dedo en una pantalla que dan los smartphones (que este año generarán más o menos tanto dinero como las consolas caseras), jugar requiere tiempo, aprendizaje, esfuerzo y dedicación.

Por eso, aunque en Estados Unidos casi la mitad de los cincuentones ya son jugadores, la edad media en nuestro país ronda los treintaytantos y Pokemon Go ha pasado por el bolsillo de una de cada 15 personas del planeta, porque aún hay gente desinteresada en el videojuego.

Como el ajedrez, las catedrales de palillos o los trucos de magia, jugar puede ser algo maravilloso para el que lo practica, pero terra incógnita -y con pocos mapas para explorar a este lado de la bendita Nintendo, que te lleva de la mano como lo hacía tu amor de los 15 años- para el recién llegado. Lo demás (es para niños, es difícil, sólo pueden jugar los muy hábiles) ha desaparecido con el tiempo.

Aunque los videojuegos son un medio maduro donde cabe todo lo que puedas imaginar o, cuando lo hacen bien, lo que ni siquiera puedes concebir, como hacía Pac-Man y como hace Portal 2. Pero no es un medio pasivo. Y no existe ninguna forma de que pueda superar ese problema que no sea reclamando unas horas y una práctica. Está en su genética: darle al play no es el único requisito, es el primero de muchos botones a pulsar. El problema de que no te gusten los videojuegos, si no los has probado, es que hay que jugarlos.

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