DEATH PROOF: A DIEZ AÑOS DE LA MÁS EXTRAÑA OBRA MAESTRA DE QUENTIN TARANTINO [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

Autoconsumido por su gimmick de lanzamiento y desdeñado incluso por su propio director, este ensayo sobre el género en el cine de terror está listo para su revaluación crítica


¿Las películas pueden ser zurdas? Según Quentin Tarantino, por supuesto que pueden: en 2012, The Hollywood Reporter organizó una de sus clásicasmesas redondas para directores y, de paso, aprendió lo que sucede con el resto de invitados a tu fiesta cuando él se presenta en ella. Tarantino no sólo dominó la conversación, sino que también la aprovechó para reflexionar sobre su propio legado, incluyendo ese trabajo que siempre consideró su ofrenda menos poderosa a los dioses. La piedra en su zapato. Su peor trabajo, que no tuvo demasiados problemas en identificar como Death Proof (2007). "Para mí", declaró entonces, "lo único que importa es mi filmografía, y me quiero retirar con una filmografía alucinante. Death Proof tiene que ser la peor película que he hecho. Y, para ser una película zurda, no estaba tan mal, ¿verdad? Así que, si eso es lo más bajo que puedo caer, estoy tranquilo".

En otras palabras, Tarantino no cree necesariamente que sea una mala película, pero sí reconoce que es de la que menos orgulloso se siente. Como suele ocurrir en estos casos, el rendimiento en taquilla puede ser una buena razón para explicar el desapego de un director hacia una de sus hijas. Death Proof fue ideada en su origen como la segunda mitad de un proyecto bicéfalo, luego quizá eso explique por qué Tarantino habla de ella como "una peli zurda": nunca gozó de una libertad total de movimiento, pues su existencia estuvo condicionada desde el principio por las reglas de Grindhouse, ese macro-homaneje (en forma de double feature, anuncios añejos y trailers falsos creados para la ocasión) al cine de derribo que supuso, a la postre, la última colaboración entre él y Robert Rodriguez. La idea les sobrevino después de comprobar que ambos tenían el mismo afiche de un programa doble -integrado por dos títulos tan sonoros como Dragstrip Girl y Rock All Night-, de modo que decidieron realizar su propio homenaje a esa cultura de la explotación cinematográfica. Con el beneplácito de los hermanos Weinstein, Grindhouse convocó a cineastas como Edgar Wright, Rob Zombie o Eli Roth para acompañar a los dos platos principales: Planet Terror, una película de zombis con la que Rodriguez llevaba soñando desde los tiempos de The Faculty (1998), y Death Proof, con la que Tarantino intentaría corregir el error que, a sus ojos, supuso aplicar la tecnología CGI a las persecuciones automovilísticas. Grindhouse se estrenó el 6 de abril de 2007 en Estados Unidos y, pese al entusiasmo de gran parte de la crítica, acabó resultando un fracaso comercial sin precedentes, por lo que la decisión de estrenar las dos películas separadas en el resto del mundo acabó confirmándose como la más sensata. Con todo, Death Proof tampoco arrasó por separado: sus menos de 31 millones de dólares palidecen frente a los 332 de Kill Bill (2003-2004) o los 321 de Inglorious Basterds (2009). Es, por tanto, una película pequeña, bastarda y (definitivamente) zurda que ni siquiera pudo recuperar el dinero que había costado.

Aunque sus sensaciones con respecto a ella sean comprensibles, nunca hay que fiarse de la opinión que un autor tiene de su propia obra, menos aún si nos dejamos guiar por esa vieja máxima, quizá algo exagerada, que afirma que la mitad de una película pertenece a su espectador. Death Proof se ha pasado los últimos diez años siendo redescubierta por miradas más magnánimas que las de su guionista y director, pero también fue recibida en su momento como una auténtica bendición por buena parte de su núcleo de fans. En cierto sentido (y paradójicamente, teniendo en cuenta las limitaciones del proyecto Grindhouse), esta es la película más libre de toda la filmografía tarantínica. Su rarísima estructura, casi siamesa, parece motivada por las difícultades que el propio cineasta experimentó con su tarea autoimpuesta -rodar un slasher a través de persecuciones de coches-, lo que dio origen a una trama mínima que se despliega y defiende a sí misma a través de diálogos. Las protagonistas de Death Proof hablan y hablan sobre una cantidad de temas sólo tangencialmente relacionados con el hecho de que un psicópata se mueve por los márgenes del encuadre, y no podría ser de otra manera: estos personajes no saben lo que les espera, luego el objetivo de la película consiste en introducirnos en sus vidas, en llegar a conocerlos realmente, para que la tragedia nos impacte aún más. Es sólo la primera regla sagrada del género slasher que Death Proof vuela por los aires: en lugar de dar un par de pinceladas sobre las víctimas antes de conducirlas al matadero, sabiendo en todo momento que el interés de la platea está en otro lado, la película se asegura de que sintamos como amigas nuestras a estas mujeres alucinantes, humanas, malhabladas, inolvidables. Y la forma en la que nos acercamos emocionalmente a ellas es escuchándolas hablar. Death Proof no finge que le importan sus mujeres muertas. Death Proof vive y respira por sus mujeres muertas.

Porque Death Proof es, digámoslo ya, uno de esos raros slashers que realmente se ponen de parte de las víctimas, en lugar de concentrar toda nuestra fascinación en el verdugo. Lo cual no quiere decir que Tarantino descuidase a su Stuntman Mike, un antagonista absolutamente magnético: desde su gradual entrada en escena hasta su presentación oficial (devorando unos nachos como un animal, pues este es un hombre guiado exclusivamente por sus apetitos), Kurt Russell se asegura de desplegar toda su magia en pantalla. El secreto de Death Proof estriba en la forma en la que aprovecha y pervierte esa magia, haciendo que Mike guiñe directamente un ojo a cámara justo antes de entrar en acción. Nuestro cerebro, curtido ya en mil y un slashers, sabe que ese es el momento en que las cosas se ponen interesantes. La hora de la violencia, en otras palabras. Pero entonces Tarantino nos entrega la secuencia más incómoda y desagradable de toda su filmografía, cortocircuitando por completo nuestras expectativas, obligándonos a cuestionar nuestro propio deseo de carnaza. El asesinato de Pam (Rose McGowan) en el asiento del copiloto es mucho más horrible que cualquier oreja cortada o cualquier géiser de sangre en la Casa de las Hojas Azules: en esta ocasión, Tarantino no opta por una aproximación elíptica o caricaturesca a la violencia, sino que nos obliga a enfrentarnos a ella desde el punto de vista de un sádico. Stuntman Mike no es un asesino divertido, no es un icono pop inocente: es la mirada masculina y perversa que siempre ha latido detrás del género slasher, sólo que utilizada contra sus espectadores.

La segunda mitad de la película invierte su estrategia: lo que hasta ahora ha sido terapia de shock se convierte, a través de un corte temporal, en catársis. La propia gramática visual de Death Proof cambia, como si el segundo grupo de protagonistas (todas ellas relacionadas con la industria del cine) irrumpiera desde el otro lado de la pantalla, desde un plano casi metalingüístico, para vengar a Pam, Jungle Julia (Sydney Tamiia Poitier) y sus amigas. Por tanto, dejar atrás los recursos estilísticos de cine grindhouse es una decisión absolutamente consciente y relacionada con la intención última de esta segunda parte, que propone a la especialista Zoë Bell como una suerte de resorte evolutivo con respecto a los viejos granujas masculinos que dominaban antes la profesión. Tarantino ya muestra a Mike jugando explícitamente con sus presas desde el primer momento, lo que dota de una urgencia y un fatalismo casi palpable a cada una de las conversaciones (bañadas en un uso del color tremendamente festivo) que las chicas mantienen antes de alquilar el Dodge Challenger de 1970. El ataque del carro "a prueba de muerte" se convierte, así, en la consecuención de lo inevitable. Es muy probable que todas ellas -salvo la pobre Lee (Mary Elizabeth Winstead), aún en esa granja- vayan a morir, y no hay nada que nosotros podamos hacer para evitarlo. Sólo que esta vez no.

No hay ninguna aproximación irónica en la venganza final de las protagonistas. Tarantino no está sampleando ningún lugar común de películas tipo I Spit on Your Grave (1978), sino retorciendo el arquetipo, cien por cien sexual, del asesino en una película slasher a través de un baño de justicia poética. Toda la iconografía que rodea a Stuntman Mike exuda testosterona y dominación, con su propio carro ejerciendo de símbolo fálico supremo en un universo de carreteras esencializadas. Es muy significativo que su reacción inmediata al disparo sea echarse a llorar y protestar por la injusticia de la situación: en su mundo, el hombre mata y las mujeres jóvenes mueren. Cualquier desviación de esa norma es una aberración que convierte al depredador en un niño de mamá, pidiendo por favor a sus perseguidoras que paren, que le dejen irse a casa. En ese sentido, Death Proof es una estación de paso fundamental entre el Bud de Kill Bill: Vol. 1 y el personaje de Daniel Brühl en Inglorious Basterds, quizá una de las mayores y más transparentes impugnaciones del nice guy que nos ha dado jamás el cine. Todos esos ejemplos de masculinidad acaban siendo castigados, pero ninguno de una forma tan apoteósica como Stuntman Mike. El clímax de Death Proof es, así, un ensayo fílmico del cine fantástico y de terror desde una perspectiva de género. Meándrica, imprevisible y particularísima, esta es la película más zurda posible en una de las filmografías más perfectas (su propio autor es el primero dispuesto a confirmarlo) del cine contemporáneo. A veces, las flores más raras de un jardín acaban siendo las más interesantes, o las que consiguen que todo permanezca en su sitio.

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