THE MUMMY ES UNA MALDICIÓN PARA EL BLOCKBUSTER MODERNO [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

Tom Cruise secuestra el inicio de una nueva franquicia convertida, a golpe de injerencia del estudio, en un fracaso de la imaginación


Cuando la Universal encomendó al dramaturgo y guionista John L. Balderston el desarrollo de un romance de terror gótico similar al que acababa de convertir a su Drácula (Tod Browning, 1931) en un éxito comercial sin precedentes, la llamada "maldición de los faraones" se presentó como única opción lógica: diez años después de la apertura de la tumba de Tutankamón -acontecimiento que el propio Balderston cubrió como periodista-, la cultura, la arquitectura y las artes decorativas norteamericanas continuaban bajo el influjo de Egipto. Sin embargo, el departamento de guión del estudio fue incapaz de encontrar un precedente literario que sirviera como apoyo a este nuevo monstruo, lo que convirtió a The Mummy (Karl Freund, 1932) original en una suerte de cover inconfesa del mito vampírico, con gotas de la leyenda de Cagliostro y un relato de Arthur Conan Doyle titulado El Anillo de Thoth. Por tanto, no existe nada parecido a una mitología momificada: todos fueron préstamos y reutilización de fórmulas ya probadas, lo que permitió a otros autores desarrollar con más libertad sus propias versiones, manteniendo simplemente una cierta idea de transgresión como ADN del monstruo. En ese sentido, la momia se antojaba como un punto de partida ideal para el ambicioso plan detrás del Dark Universe, iniciativa con la que Universal pretende revivir su catálogo de terror clásico: cuando no hay ningún texto mitológico escrito en piedra (o ninguna novela original que profanar), las posibilidades son infinitas.

The Mummy, versión Alex Kurtzman, se abre con el descubrimiento de unas tumbas templarias en Londres. Minutos después, Tom Cruise y Jake Johnson desentierran por error otro sarcófago en Iraq, identificado durante el prólogo como el castigo que la ley antigua egipcia aplicó a una usurpadora (Sofia Boutella) capaz de vender su alma a Set. Semejante duplicación de un mismo detonante sólo se explica de una manera: nos encontramos ante uno de esos blockbusters donde la injerencia del estudio no sólo se hace palpable desde el primer acto, sino que acaba fomentando decisiones contradictorias, artificiales y producto de esa ingeniería inversa que siempre resulta de construir la casa (o la franquicia) empezando por el tejado. Cada secuencia de The Mummy parece haber sido fruto del mash-up de diferentes versiones de guión, desde la virtual desaparición de su antagonista principal (¡que sirve de título para la maldita película!) en un marasmo de subtramas/ganchos para futuras entregas hasta la decisión de samplear una de las ideas más memorables de An American Werewolf in London (John Landis, 1981) sin razón aparente, por no hablar de resolución jalada de los pelos. Puede que la idea de fusionar a contranatura el cine de terror contemporáneo con la estructura de un blockbuster de acción modelo Cruise tuviese algo de sentido sobre el papel, pero el resultado final es un monstruo de Frankenstein cuyos jirones nunca llegan a formar un Todo coherente: demasiado oscura como para convencer a la parroquia de Mission: Impossible, demasiado mecánica para provocar sustos en una platea más proclive a responder con bostezos.

Obligado a trabajar bajo presión, Kurtzman ha recurrido a todos esos recursos que los convirtieron a él y a Roberto Orci en padres de una fórmula especialmente poco imaginativa de blockbuster moderno: la gymkana narrativa que amolda a los protagonistas en una serie de estructuras fijas (en lugar de hacerlo al revés) con la fuerza justa para avanzar el punto A al punto B sin descanso, pero también sin nada remotamente parecido a una progresión orgánica. The Mummy desaprovecha cualquier discurso provocativo sobre la actual Iraq como cámara de resonancias sobrenaturales, abusa de un arquetipo (el aventurero caradura) que Cruise no sabe vender, fragmenta su macguffin, lo divide entre los distintos puntos de giro y se convierte en una carrera para introducir una gema en una daga, con diálogos y set pieces de acción integradas en una papilla argumental semi-coherente. En esencia, estamos aquí para ver a The Cruiser y Annabelle Wallis arreglándoselas durante un accidente aéreo (en su primer acto) y otro automovilístico (en su desesperante segundo), pues el anticlímax no ofrece ningún aliciente comparable, sino sólo anzuelos de cara al futuro de la saga. También deberíamos mencionar una interferencia en la que Russell Crowe dispara trozos de exposición como una metralleta, sin otro objetivo que, lo has adivinado, servir como teaser andante del futuro de la franquicia. Si alguna vez te has preguntado cómo sería una versión de Iron Man (Jon Favreau, 2008) donde el epílogo con Nick Fury ocupase las dos horas de película, The Mummy responde a esa pregunta.

Las películas originales del Terror Universal capturaron como ninguna otra cosa la imaginación del público porque supieron ofrecerle algo que masticar. Lugosi, Karloff y Lon Chaney Jr. se ponían en manos del equipo de maquillaje y vestuario para interpretar fascinantes metonimias de una serie de terrores abstractos, pero increíblemente presentes en la época: la ansiedad económica, el trauma bélico o el surgimiento de una nueva clase de oscuridad en Europa. La forma en que lo hacían era tan elegante como sencilla: historias de gente corriente que entra en contacto con un tipo de Mal puro y primigenio, sólo para lograr escapar de él en la catarsis colectiva de la ultima escena. Corte a: 2017, cuando lo único que Universal tiene claro es que necesita competir contra Marvel en su propio terreno (un terreno que, maldita sea, ellos mismos inventaron en los años 40). La nueva The Mummy se articula por completo entorno a peleas entre personajes incapaces de sentir dolor, lo que la convierte casi en un cartoon sin alma, un encadenado de puñetes y patadas, ruido y furia sin significado emocional alguno. Para cuando el epílogo hace explícita esa incómoda sensación de piloto televisivo (o historia de orígenes superheroicos pintada por puntos) que habíamos estado sintiendo todo el tiempo, la película ya ha claudicado: por supuesto que su esencia también tiene que ver con una transgresión, pero aquí la que lleva incorporada una maldición es la propia película, contenedora de todas las rutinas y vicios del entretenimiento moderno, lista para hacer metástasis en toda una franquicia donde el impulso creativo y la imaginación parecen estar no ya sentadas en el asiento de atrás, sino secuestradas en el maletero.

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