NO SEAS PENDEJO Y DÉJATE DE USAR CAMISETAS DE FÚTBOL PARA SALIR A LA CALLE [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
Uno de los primeros pendejos en tener la osadía de ponerse una camiseta de fútbol en un contexto civil fue Platini, en un palco, durante la final del Mundial del 98
Esta broma ya ha ido demasiado lejos. Lo observamos a diario en nuestras calles: llevar la camiseta de un equipo de fútbol se ha normalizado. A nadie le chirrían los ojos de ver por ahí a tipos con una camiseta futbolera, pavoneándose como si fueran los dandys más distinguidos del barrio. Ya casi es un elemento más del guardarropa masculino. Es perfectamente habitual divisar a tipos en centros comerciales embutidos en camisetas del Bayern de Munich, cenando en compañía de novias acicaladas con vestido y tacones. Brothers con la camiseta ajustada de la Roma. ¿En qué momento comenzamos a tolerar esto? No está lejos el día en que la gente empezará a casarse con el kit completo del Real Madrid.
Como dijo Coco Chanel: está bien que la moda baje a la calle, pero no que venga de ahí. ¡Basta ya! Digamos no. Unamos nuestras fuerzas para detener esta epidemia pacharaquienta. Donde tú te ves como un nuevo petimetre a la moda, el mundo observa a un pandillero. La distancia, cuando no media la ironía, entre la imagen de ti mismo como dios del estadio y la realidad de delincuente camuflado en la barra brava del Boys jugándose la baja en la liguilla municipal del Callao es enorme. El mundo no es el túnel de vestuarios del Monumental de Núñez. En la vida debería haber un decoro. Y un hombre elegante no se asemejará nunca a alguien que parece venir de vender marihuana en el boulevard de Barranco.
Uno de los primeros pendejos en tener la osadía de ponerse una camiseta de fútbol en un contexto civil fue Platini, en un palco, durante la final del Mundial del 98. ¡Y se la puso debajo de un traje! Nadie debería imitar nunca nada que haya hecho Platini desde que abandonó los terrenos de juego. Piénsalo bien: camiseta de fútbol y traje. Da mucho coraje y ganas de gritar la famosísima frase: 'si de verdad me quieres, vete'. Sólo se nos viene a la cabeza Luis Enrique, con sus trajes entallados de color gris ratón y sus zapatillas color yogurt (cuando no usaba las converse), como alguien capaz de superar tal destrozo.
No se sabe muy bien cuándo empezó todo esto. Quizá podamos situar el arranque del fenómeno cuando las marcas estadounidenses se aproximaron al planeta fútbol. Hasta entonces, los USA habían vivido de espaldas al soccer. Les importaba un pepino ese aburrido juego de la mojigata Europa donde los marcadores nunca alcanzaban los dos dígitos. Un juego lleno de tradición y códigos ancestrales indigerible para la mentalidad consumista americana, más interesada en la industria del entretenimiento que en el deporte mismo. Hasta que la onda expansiva de la mundialización les hizo ver que ahí había una rica chacra para hacer negocio.
En Inglaterra, la impronta del obrerismo y el despegue del movimiento 'lad culture' hasta cierto punto alentaron y legitimaron esta estética. Tras el desarraigo de la desindustrialización thatcheriana, los muchachos se entregaron a los únicos símbolos de la tribu que quedaban de pie. Erradicada la fábrica, la socialización tenía lugar en el estadio. El resto de Europa asistiría mucho más tarde al fenómeno. Ahí metieron el hocico las marcas deportivas americanas y supieron llevar al streetwear la moda futbolística.
Existen varias razones para denunciar algo equiparable a llevar un canguro. En primer lugar está el olor. Esas prendas de tejido sintético y polyester, que tan bien transpiran, en realidad son hábitats estupendos para las bacterias. Sus fibras hacen que el sudor, en contacto con ellas, huela peor de lo que lo haría tratándose de una camiseta de algodón o de lana. Atraen los aceites corporales a la espera de ser comidilla de las bacterias que producen mal olor. Te ves como el doble de David Beckham, pero hueles como el vestuario de los Denver Broncos. Y luego hay calamidades como aquel escándalo de la industria textil deportiva en el año 2000, cuando se descubrió que las camisetas del Borussia Dortmund incorporaban TBT, una sustancia que provocaba infertilidad en los hombres. No hemos vuelto a saber de nada semejante, pero no es agradable ir por ahí con un montón de petróleo procesado encima de nuestra piel.
Un hombre debe aspirar a la singularidad, a la afirmación del yo y del estilo propio. Si toleramos necesariamente las manufacturas industriales del sector textil, pese a que estandarizan nuestra imagen, no hay en cambio nada de sugerente en saber que uno lleva la misma prenda que decenas de millones de personas en el mundo. Te estás convirtiendo en rebaño, en elemento anónimo de la masa. Si a eso le añades que las camisetas de fútbol suelen llevar publicidad de casas de apuestas o de líneas aéreas de países árabes, te estás convirtiendo en una publicidad, te despojas de tu humanidad para pasar a ser un mero soporte publicitario. Como un banner, una marquesina, una serigrafía. ¡Y gratis! ¿Qué será lo siguiente? ¿Ponerte dos cartones entre pecho y espalda anunciando que compras oro? Recuerda la verguenza que produce llevar una visera de la Caja Sullana. Pues esto se le parece bastante.
Estar de vacaciones no equivale a rebajar las normas de buen gusto indumentario. Pasear por Machu Picchu o visitar a Wiracocha en el Ollantaytambo vestido de Neymar Jr. está apenas dentro de la civilización. Fuera de su contexto natural, la camiseta de fútbol equivale a esas otras con tipos borrosos donde se lee "la falta de sexo nubla la vista". Demasiado, cuñado. Además, está empíricamente demostrado que nadie se ha levantado a una hembra en un bar con una camiseta futbolera. Las camisetas de fútbol no te hacen parecer más guapo ni más rico. Ni siquiera mejor futbolista.
Y no hablemos ya de acudir a una cita romántica con una camiseta de fútbol: esto es insultante y denota dejadez y un agravio respecto al esmero con que presumiblemente se habrá arreglado tu pareja. También deberíamos dejar en la esfera de lo privado la manifestación de las pasiones. No viene a cuento ir por ahí anunciando 'Soy fan de Nietzsche' o 'Me encanta Pappo'. Tampoco es agradable ver a gente en Wong con el uniforme del Plaza Vea.
Además, esta expansión de la moda futbolera ha acabado con el buen gusto y el sabor de antaño. Los clubes optan cada vez más por camisetas pensadas en buena medida también para el streetwear, acabando con los bonitos diseños tradicionales con cuellos de polo y elegantes rayas, desfigurando la identidad histórica de los equipos. Cada vez que te pones una camiseta de fútbol (sobre todo cuando no es el tuyo), estás contribuyendo a corromper la imagen mítica de esos equipos. Todo este estallido del merchadising ha contribuido a potenciar al futbolista vendecamisetas del que se prefiere la belleza antes que las dotes meramente futbolísticas. Y preferimos el fútbol de antes, el de Toto Terry y Johan Cruyff.
¿Camisetas de fútbol por la calle? No, gracias. Pero, si vas a ponerte una, sólo toleraremos que te pongas la del Huracán del 73. En ese caso: SÍ ROTUNDO.
Esta broma ya ha ido demasiado lejos. Lo observamos a diario en nuestras calles: llevar la camiseta de un equipo de fútbol se ha normalizado. A nadie le chirrían los ojos de ver por ahí a tipos con una camiseta futbolera, pavoneándose como si fueran los dandys más distinguidos del barrio. Ya casi es un elemento más del guardarropa masculino. Es perfectamente habitual divisar a tipos en centros comerciales embutidos en camisetas del Bayern de Munich, cenando en compañía de novias acicaladas con vestido y tacones. Brothers con la camiseta ajustada de la Roma. ¿En qué momento comenzamos a tolerar esto? No está lejos el día en que la gente empezará a casarse con el kit completo del Real Madrid.
Como dijo Coco Chanel: está bien que la moda baje a la calle, pero no que venga de ahí. ¡Basta ya! Digamos no. Unamos nuestras fuerzas para detener esta epidemia pacharaquienta. Donde tú te ves como un nuevo petimetre a la moda, el mundo observa a un pandillero. La distancia, cuando no media la ironía, entre la imagen de ti mismo como dios del estadio y la realidad de delincuente camuflado en la barra brava del Boys jugándose la baja en la liguilla municipal del Callao es enorme. El mundo no es el túnel de vestuarios del Monumental de Núñez. En la vida debería haber un decoro. Y un hombre elegante no se asemejará nunca a alguien que parece venir de vender marihuana en el boulevard de Barranco.
Uno de los primeros pendejos en tener la osadía de ponerse una camiseta de fútbol en un contexto civil fue Platini, en un palco, durante la final del Mundial del 98. ¡Y se la puso debajo de un traje! Nadie debería imitar nunca nada que haya hecho Platini desde que abandonó los terrenos de juego. Piénsalo bien: camiseta de fútbol y traje. Da mucho coraje y ganas de gritar la famosísima frase: 'si de verdad me quieres, vete'. Sólo se nos viene a la cabeza Luis Enrique, con sus trajes entallados de color gris ratón y sus zapatillas color yogurt (cuando no usaba las converse), como alguien capaz de superar tal destrozo.
No se sabe muy bien cuándo empezó todo esto. Quizá podamos situar el arranque del fenómeno cuando las marcas estadounidenses se aproximaron al planeta fútbol. Hasta entonces, los USA habían vivido de espaldas al soccer. Les importaba un pepino ese aburrido juego de la mojigata Europa donde los marcadores nunca alcanzaban los dos dígitos. Un juego lleno de tradición y códigos ancestrales indigerible para la mentalidad consumista americana, más interesada en la industria del entretenimiento que en el deporte mismo. Hasta que la onda expansiva de la mundialización les hizo ver que ahí había una rica chacra para hacer negocio.
En Inglaterra, la impronta del obrerismo y el despegue del movimiento 'lad culture' hasta cierto punto alentaron y legitimaron esta estética. Tras el desarraigo de la desindustrialización thatcheriana, los muchachos se entregaron a los únicos símbolos de la tribu que quedaban de pie. Erradicada la fábrica, la socialización tenía lugar en el estadio. El resto de Europa asistiría mucho más tarde al fenómeno. Ahí metieron el hocico las marcas deportivas americanas y supieron llevar al streetwear la moda futbolística.
Existen varias razones para denunciar algo equiparable a llevar un canguro. En primer lugar está el olor. Esas prendas de tejido sintético y polyester, que tan bien transpiran, en realidad son hábitats estupendos para las bacterias. Sus fibras hacen que el sudor, en contacto con ellas, huela peor de lo que lo haría tratándose de una camiseta de algodón o de lana. Atraen los aceites corporales a la espera de ser comidilla de las bacterias que producen mal olor. Te ves como el doble de David Beckham, pero hueles como el vestuario de los Denver Broncos. Y luego hay calamidades como aquel escándalo de la industria textil deportiva en el año 2000, cuando se descubrió que las camisetas del Borussia Dortmund incorporaban TBT, una sustancia que provocaba infertilidad en los hombres. No hemos vuelto a saber de nada semejante, pero no es agradable ir por ahí con un montón de petróleo procesado encima de nuestra piel.
Un hombre debe aspirar a la singularidad, a la afirmación del yo y del estilo propio. Si toleramos necesariamente las manufacturas industriales del sector textil, pese a que estandarizan nuestra imagen, no hay en cambio nada de sugerente en saber que uno lleva la misma prenda que decenas de millones de personas en el mundo. Te estás convirtiendo en rebaño, en elemento anónimo de la masa. Si a eso le añades que las camisetas de fútbol suelen llevar publicidad de casas de apuestas o de líneas aéreas de países árabes, te estás convirtiendo en una publicidad, te despojas de tu humanidad para pasar a ser un mero soporte publicitario. Como un banner, una marquesina, una serigrafía. ¡Y gratis! ¿Qué será lo siguiente? ¿Ponerte dos cartones entre pecho y espalda anunciando que compras oro? Recuerda la verguenza que produce llevar una visera de la Caja Sullana. Pues esto se le parece bastante.
Estar de vacaciones no equivale a rebajar las normas de buen gusto indumentario. Pasear por Machu Picchu o visitar a Wiracocha en el Ollantaytambo vestido de Neymar Jr. está apenas dentro de la civilización. Fuera de su contexto natural, la camiseta de fútbol equivale a esas otras con tipos borrosos donde se lee "la falta de sexo nubla la vista". Demasiado, cuñado. Además, está empíricamente demostrado que nadie se ha levantado a una hembra en un bar con una camiseta futbolera. Las camisetas de fútbol no te hacen parecer más guapo ni más rico. Ni siquiera mejor futbolista.
Y no hablemos ya de acudir a una cita romántica con una camiseta de fútbol: esto es insultante y denota dejadez y un agravio respecto al esmero con que presumiblemente se habrá arreglado tu pareja. También deberíamos dejar en la esfera de lo privado la manifestación de las pasiones. No viene a cuento ir por ahí anunciando 'Soy fan de Nietzsche' o 'Me encanta Pappo'. Tampoco es agradable ver a gente en Wong con el uniforme del Plaza Vea.
Además, esta expansión de la moda futbolera ha acabado con el buen gusto y el sabor de antaño. Los clubes optan cada vez más por camisetas pensadas en buena medida también para el streetwear, acabando con los bonitos diseños tradicionales con cuellos de polo y elegantes rayas, desfigurando la identidad histórica de los equipos. Cada vez que te pones una camiseta de fútbol (sobre todo cuando no es el tuyo), estás contribuyendo a corromper la imagen mítica de esos equipos. Todo este estallido del merchadising ha contribuido a potenciar al futbolista vendecamisetas del que se prefiere la belleza antes que las dotes meramente futbolísticas. Y preferimos el fútbol de antes, el de Toto Terry y Johan Cruyff.
¿Camisetas de fútbol por la calle? No, gracias. Pero, si vas a ponerte una, sólo toleraremos que te pongas la del Huracán del 73. En ese caso: SÍ ROTUNDO.
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