CUANDO TÓXICO NO SIGNIFICA LO MISMO QUE HIJO DE PUTA [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
The Girl On The Train y su calculada ambigüedad moral despistan la lectura de género igual que lo hiciera Gone Girl
"El abuso del término 'persona tóxica' empieza a ser preocupante, ¿podríamos volver a llamarlos 'hijos de puta'?", rezaba un post de Facebook la semana pasada. El eufemismo, cada vez más presente en la conversación diaria, suele aplicarse referido sobre todo a varones generalmente mal programados, prefiriéndose al término 'machista'. Es como si la sociología barata quisiera sortear dicho vocablo para no enredarnos en las mismas conversaciones metalingüíticas cuñadas (¿Por qué no hembrismo? ¿Por qué no humanismo?) que tanto erosionaron la semántica del matrimonio homosexual durante la década pasada.
Llamar 'persona tóxica' a alguien -hijo de puta de toda la vida, pero más concretamente hijo de puta irrespetuoso con el género femenino-, sólo que intercambiando la palabra 'nazi' por la de 'femininazi', cuya enarbolación, lo hemos sabido esta semana, es cipotudísima. Ajenos a la corrección política a estas horas del artículo, diremos que The Girl on the Train es la tóxica adaptación de la tóxica atmósfera que rodea a un montón de ingleses burgueses de los más hijos de puta, aunque no necesariamente machistas, porque hay diferencias.
Dado que es casi seguro que ya has leído la novela de la que parten (ha vendido 15 millones de ejemplares), estarás familiarizado con Tom, Scott, Rachel, Anna y Megan, cinco fallidos protagonistas del sacramento matrimonial. Poco a poco, en una narración poco fiable a cargo de ellas, constatamos cómo esta institución en desuso (nos casamos un 25% menos que hace 10 años) lastra poco a poco la ilusión de unos y otros, combinados entre sí casi a modo de permutación matemática. Además, al margen de los exuberantes (y caducos) coitos que los ligan, el resto de materia prima que manejó primero la escritora Paula Hawkins y ahora el director Tate Taylor se resume a infidelidades, alcoholismo, problemas de concepción, negligencia paternofilial, mentiras y malos tratos.
Sin el engorro y vértigo extra que aportan la descendencia y este juego de carambolas de alcoba, David Fincher construyó una arquitectura semejante hace un par de temporadas con Gone Girl, basándose homólogamente en la homónima novela de Gillian Flynn, producto mucho más redondo desde su factura (Fincher hizo 61 millones de dólares y Tate Taylor 45) hasta su nervio. Parte de la crítica especializada saludó con perplejidad el thriller de Fincher, catalogándolo de feminista, para pasar a machista y después a misántropo en una suerte de viaje por todas las fases del duelo. Pero ni la hacía feminista el hecho de protagonizarla una mujer hablando por la boca de una mujer ni sus cualidades de mentirosa y manipuladora que en ciertos segmentos de la trama debían generar el efecto contrario. Podemos sortear también la bala del machismo cuando el Affleck maltratador quedaba perfectamente retratado por su inexcusable agresividad, pero de lo que no cabe duda es de que Flynn odiaba a sus protagonistas y que Fincher, con su habitual colmillo afilado, los odió mucho más.
Los paralelismos con la obra que nos ocupa se basan en su interfaz de thriller, el foco principal alumbrando a una mujer (varias en este caso) y la dudosa personalidad de quien nos guía durante el viaje. Anna, Megan y Rachel, que cumplen a rajatabla el Test de Bechdel (1. Que haya al menos dos personajes femeninos relevantes. / 2. Que esos dos personajes femeninos tengan una conversación sobre algo que no sea un hombre) pero no el de Ellen Willis (si los géneros de los personajes se cambian, ¿la película, sigue teniendo sentido?), son, como la Amy de Flynn, seres falibles y fallidos y en ocasiones acorralados por el sexo opuesto, distando todas -y de ahí la rica ambigüedad que enciende el debate- de ser hermanitas de la caridad. De fondo, hombres anabolizados, dominantes y tampoco maniqueos. Y es que, con nuestro entrenado nivel de suspicacia actual, somos capaces de adivinar conductas irregulares en los cuentos clásicos adaptados por Disney pero también en los aristados seres contemporáneos que exigen los progresos narrativos.
Quizá el principal valor que encontramos dentro del desolador panorama dibujado por Hawkins ("Nadie se salva. Puede que demuestre cuan lúgubre es mi visión de la condición humana") sea la proclama de que las conductas de ficción puedan desligarse de una lectura de género, al menos en tramas tan psicológicamente enfermas como las dos que nos ocupan. Eso y que, aunque 'machista' siempre significa 'tóxico', no nos encontramos ante un giro conmutativo. En este contexto 'tóxico', como bien explica la sabiduría popular, sólo significa 'hijo de puta'.
"El abuso del término 'persona tóxica' empieza a ser preocupante, ¿podríamos volver a llamarlos 'hijos de puta'?", rezaba un post de Facebook la semana pasada. El eufemismo, cada vez más presente en la conversación diaria, suele aplicarse referido sobre todo a varones generalmente mal programados, prefiriéndose al término 'machista'. Es como si la sociología barata quisiera sortear dicho vocablo para no enredarnos en las mismas conversaciones metalingüíticas cuñadas (¿Por qué no hembrismo? ¿Por qué no humanismo?) que tanto erosionaron la semántica del matrimonio homosexual durante la década pasada.
Llamar 'persona tóxica' a alguien -hijo de puta de toda la vida, pero más concretamente hijo de puta irrespetuoso con el género femenino-, sólo que intercambiando la palabra 'nazi' por la de 'femininazi', cuya enarbolación, lo hemos sabido esta semana, es cipotudísima. Ajenos a la corrección política a estas horas del artículo, diremos que The Girl on the Train es la tóxica adaptación de la tóxica atmósfera que rodea a un montón de ingleses burgueses de los más hijos de puta, aunque no necesariamente machistas, porque hay diferencias.
Dado que es casi seguro que ya has leído la novela de la que parten (ha vendido 15 millones de ejemplares), estarás familiarizado con Tom, Scott, Rachel, Anna y Megan, cinco fallidos protagonistas del sacramento matrimonial. Poco a poco, en una narración poco fiable a cargo de ellas, constatamos cómo esta institución en desuso (nos casamos un 25% menos que hace 10 años) lastra poco a poco la ilusión de unos y otros, combinados entre sí casi a modo de permutación matemática. Además, al margen de los exuberantes (y caducos) coitos que los ligan, el resto de materia prima que manejó primero la escritora Paula Hawkins y ahora el director Tate Taylor se resume a infidelidades, alcoholismo, problemas de concepción, negligencia paternofilial, mentiras y malos tratos.
Sin el engorro y vértigo extra que aportan la descendencia y este juego de carambolas de alcoba, David Fincher construyó una arquitectura semejante hace un par de temporadas con Gone Girl, basándose homólogamente en la homónima novela de Gillian Flynn, producto mucho más redondo desde su factura (Fincher hizo 61 millones de dólares y Tate Taylor 45) hasta su nervio. Parte de la crítica especializada saludó con perplejidad el thriller de Fincher, catalogándolo de feminista, para pasar a machista y después a misántropo en una suerte de viaje por todas las fases del duelo. Pero ni la hacía feminista el hecho de protagonizarla una mujer hablando por la boca de una mujer ni sus cualidades de mentirosa y manipuladora que en ciertos segmentos de la trama debían generar el efecto contrario. Podemos sortear también la bala del machismo cuando el Affleck maltratador quedaba perfectamente retratado por su inexcusable agresividad, pero de lo que no cabe duda es de que Flynn odiaba a sus protagonistas y que Fincher, con su habitual colmillo afilado, los odió mucho más.
Los paralelismos con la obra que nos ocupa se basan en su interfaz de thriller, el foco principal alumbrando a una mujer (varias en este caso) y la dudosa personalidad de quien nos guía durante el viaje. Anna, Megan y Rachel, que cumplen a rajatabla el Test de Bechdel (1. Que haya al menos dos personajes femeninos relevantes. / 2. Que esos dos personajes femeninos tengan una conversación sobre algo que no sea un hombre) pero no el de Ellen Willis (si los géneros de los personajes se cambian, ¿la película, sigue teniendo sentido?), son, como la Amy de Flynn, seres falibles y fallidos y en ocasiones acorralados por el sexo opuesto, distando todas -y de ahí la rica ambigüedad que enciende el debate- de ser hermanitas de la caridad. De fondo, hombres anabolizados, dominantes y tampoco maniqueos. Y es que, con nuestro entrenado nivel de suspicacia actual, somos capaces de adivinar conductas irregulares en los cuentos clásicos adaptados por Disney pero también en los aristados seres contemporáneos que exigen los progresos narrativos.
Quizá el principal valor que encontramos dentro del desolador panorama dibujado por Hawkins ("Nadie se salva. Puede que demuestre cuan lúgubre es mi visión de la condición humana") sea la proclama de que las conductas de ficción puedan desligarse de una lectura de género, al menos en tramas tan psicológicamente enfermas como las dos que nos ocupan. Eso y que, aunque 'machista' siempre significa 'tóxico', no nos encontramos ante un giro conmutativo. En este contexto 'tóxico', como bien explica la sabiduría popular, sólo significa 'hijo de puta'.
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