HACE FALTA HABLAR DE JUSTIN BIEBER PORQUE EN EL FUTURO SERÁ EL ÍCONO POP MÁS PROBLEMÁTICO QUE RECORDAREMOS [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

Siempre hemos dado por supuesto que su ejército de beliebers sigue manteniéndose fiel, pero... ¿qué significa exactamente "belieber" en 2016?


Ahí va un dato que probablemente no conocías: Justin Bieber fue una Inmaculada Concepción. Su madre, Pattie, estaba tomando la píldora cuando conoció a Jeremy Bieber, un carpintero canadiense aficionado a las artes marciales (rama del muay thai) que salió de su vida en cuanto se enteró de que su amiga especial y él compartían algo más que emociones químicas y sexo salvaje. Pattie decidió recibir a su bebé como un milagro, de modo que se limpió, aceptó a Jesucristo como su salvador personal y dejó atrás sus días oscuros. Después resultó que el niño tenía un talento casi sobrenatural para la música: su madre subió a YouTube algunas de sus actuaciones caseras y, con el tiempo, se convirtió en su manager. El resultado es un experimento de estimulación temprana que escapó muy pronto a cualquier tipo de control, o un ser humano que no ha conocido más vida que el estrellato.

Pensar en Justin Bieber como quintaesencial Hijo de la Fama es un buen modelo para explicar su comportamiento actual. Incidentes como su (antológico) testimonio judicial de 2014 ó su reciente puñetazo a un fan barcelonés son el resultado de haber crecido en una burbuja emocional, perseguido por los paparazzi desde que tienes uso de razón y sin un anclaje a cualquier experiencia de la realidad que no esté tamizada por lo que entendemos por cultura de la fama en el siglo XXI. En el fondo, el via crucis permanente en que se ha convertido su vida personal no es muy diferente al de algunas ex-estrellas infantiles de la factoría Disney, capaces de pasar del pop adolescente a la clínica de desintoxicación en menos de lo que dura un estribillo. Esa es la razón por la que, durante sus primeros días de éxito -es decir, de 2008 a 2011, con las dos versiones de su disco My World y el lanzamiento de Never Say Never-, su entourage tenía el deber casi sagrado de librar a Justin de la tentación. Las grupis, los fiestas en el backstage y las noches de bares estaban terminantemente prohibidas en sus primeras giras. Cuando (porque era una cuestión de tiempo) la estrella adolescente se rebeló, lo hizo a lo grande: reformulándose a sí mismo como un gangsta rapper a todos los efectos. Salvo que, bueno, él no rapea.

Y ahí reside el quid de la Cuestión Bieber. Su actiud arrogante, cuando no directamente hostil, con la prensa y sus fans respondían a un deseo (quizá inconsciente) de desmarcarse de su imagen de estrella teen, lo que significaba que ya no podía seguir cantando éxitos como Baby. Estamos acostumbrados a un panorama musical plagado de nombres que empezaron muy temprano: Miley Cyrus, Drake, Rihanna, Joe Jonas, Britney Spears o Taylor Swift son sólo algunos ejemplos de ídolos que entraron en nuestras vidas (y nuestros cascos) en la frontera de los 18. O antes. Sus respectivas transiciones hacia la etapa adulta de sus carreras han podido ser más o menos accidentadas, pero había un margen de maniobra. Justin Bieber no sólo era un cantante menor de edad, sino la personificación más pura de lo que entendemos por pop adolescente. Baby era doo-wop dirigido a oyentes de primaria y primer curso de secundaria, pero ahora teníamos a una superestrella tatuada, fumadora, con multas por conducción temeraria, escándalos sexuales increíblemente extraños y, no olvidemos jamás, lo del mono Mally. Justin necesitaba reformularse en cuerpo y alma para poder seguir haciendo lo único que ha sabido hacer siempre: llenar estadios, vender millones de copias, ser superfamoso por derecho de nacimiento.

La historia de cómo Bieber consiguió encontrar una nueva dirección musical que le permitiese ser tomado en serio es uno de los relatos de redención más interesantes del pop contemporáneo. Y paradójicos, pues se trata de un proceso con el que el artista limó cualquier vestigio pop de su música, al mismo tiempo que las listas de éxitos hacían exactamente lo mismo. Mediados de los 2010 pasará a la historia de la música de masas como el momento en el que estilos como el R&B, el house o la EDM coparon el mainstream con una fuerza inconcebible hacía sólo un lustro. Justin Bieber supo surfear esa ola justo a tiempo, con ayuda de un arquitecto (el productor y letrista Poo Bear) y un co-conspirador (el omnipresente Skrillex, padrino de la electrónica post-hardcore).

Jason Boyd, conocido en la escena R&B de Atlanta como Poo Bear, se convirtió en arma secreta de Usher o Chris Brown antes de entrar a colaborar con Justin en su recopilatorio Journals (2013). Disco de transición donde los haya, este casi-recopilatorio a medio producir apuntaba a un cambio de registro que no cuajó hasta que Skrillex entró en la ecuación. El proceso de gestación de Where Are Ü Now es muy significativo: nacida como una balada para piano que Bieber compuso tras romper con Selena Gomez (es decir, la manera en la que el cantante hacía las cosas antes), reescrita según la sensibilidad melódica de Poo Bear, transformada en misil electrónico por Skrillex y Diplo, actuando bajo el nombre de guerra de Jack Ü. Básicamente, Justin puso su música en manos de profesionales que realmente conocen y entienden el ritmo de los tiempos, así que tuvo claro que su disco de regreso tras dos años de paréntesis debía ser con ellos o no ser.

Purpose, lanzado hace exactamente un año, se concibió desde su primera sesión como el alzamiento de un titán caído. El grueso de sus canciones, co-escritas por Poo Bear y producidas por Skrillex salvo excepción, giraban en torno a los conceptos del perdón y la fe, mostrando a un músico muy alejado de su imagen pública de niñato insolente. En su Segunda Venida, Justin se mostraba vulnerable, hiperconsciente de sus errores, aturdido por las heridas del amor y tan dispuesto a redimirse como, en el fondo, encantado con su nueva faceta de artista torturado. Más importante aún, Purpose era un muy buen disco, aunque gran parte de la crítica lo tuviese que reconocer a regañadientes. Su apuesta por una paleta electrónica riquísima en matices (del dance más accesible al tropical house más vanguardista) le concedió un crédito que años de indefinición estilística y titulares de TMZ parecían haber dilapidado por completo, pero no todo fue tan sencillo. El terrible Hijo de la Fama que golpea a fans intrusivos desde un carro en movimiento y el hombre de música que sabe rodearse de innovadores para marcar la pauta del mainstream contemporáneo. Las dos facetas son verdad. Las dos son Justin.

En su artículo The Changing Face of Beliebers, la periodista Laurette Charlton se pregunta si el concepto sigue teniendo validez después de todos estos años. Es evidente que las beliebers actuales no pueden ser las mismas adolescentes que se enamoraron de su peinado-casco hace seis años, cuando solamente era una voz angelical que le cantaba al amor en su declinación más pura. De hecho, hablar de su ejército de fans como una masa uniforme de chicas adolescentes es, a día de hoy, un error garrafal: ser belieber hoy es formar parte de un movimiento tan transversal como ser fan de Star Wars o simpatizante del Barcelona de Messi, Neymar y Suárez. Un fervor casi religioso, sí, pero no exento de algo de pensamiento crítico: aunque cierto sector de sus fans sigue creyéndose obligado a defender a su ídolo de múltiples ataques. Charlton afirma que sus disculpas en Purpose sonaron legítimas para los oídos de millones de personas en todo el mundo.

Ser belieber es aceptar que Justin puede equivocarse de vez en cuando (está bien: muy a menudo), pero también disfrutar de sus actos de arrepentimiento a través de la comunión musical con sus fans. También es reconocer de forma tácita que está a mil kilómetros de ser una persona normal: de hecho, la inspiración rectora de toda su carrera, el nombre que no para de salir en las entrevistas y alrededor del cual ha modelado todas sus aspiraciones, es Michael Jackson. JB mantiene viva esa llama de superestrella del pop (o del post-pop, en su caso) entendida como entidad extraterrestre, criada en una burbuja de irrealidad que se define por el escrutinio público permanente y con justificadísimo complejo de mesías. En otras palabras: Bieber sabe que ninguno de sus pecados está más allá de una redención en el estudio o sobre el escenario, porque sus seguidores ansían secretamente esa comercialización del arrepentimiento como arte y espectáculo. Al menos, hasta que cumpla 33.

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