P.T. ANDERSON ES UNO DE LOS MEJORES CINEASTAS VIVOS DEL PLANETA... ¡Y PUNTO! [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]

Intentamos desentrañar el misterio de por qué sus películas no se cuelan en los rankings de nadie


Es muy posible que en nuestras listas de las mejores películas del siglo XXI haya un 0% de Paul Thomas Anderson, uno de esos directores que levantan pasiones en festivales y salas de versión original cada vez que estrenan una película. De hecho, sólo dos de ellas, Punch-Drunk Love y The Master- se cuelan en algunos rankings individuales. ¿Dónde quedaron esos tiempos, no tan lejanos, en los que parecía que There Will Be Blood iba a dominar la cinefilia de su tiempo, del mismo modo que The Godfather o Pulp Fiction dominaron las del suyo? ¿Qué demonios tenemos contra P.T. Anderson?

Por suerte, pretender que las listas de "mejores películas" tienen alguna utilidad es como discutir de política en la cena de navidad. Las listas, en otras palabras, no es el evangelio, y muchos votantes se hacen cruces luego de haber soslayado a uno de los pocos cineastas en actividad a los que realmente se les puede aplicar el adjetivo de virtuoso. Sin embargo, es posible que haya una explicación para ello, una que está conectada con nuestro prefacio a la lista: cuando uno vota lo mejor de un determinado periodo de tiempo, su motivación suele ser más emocional que racional. Y el cine de Anderson en el nuevo milenio ha tendido a volverse cada vez más cerebral.

Punch-Drunk Love fue el primer paso hacia una cierta depuración de la forma. Boogie Nights y Magnolia eran dos películas importantes desde su propio planteamiento, o dos trabajos de alumno aplicado en la Escuela Martin Scorsese que, sobre todo en el caso de la segunda, no tenían miedo de abrir las compuertas del melodrama. Su extraña colaboración con Adam Sandler fue fruto de una estrategia radicalmente opuesta: narrar una historia de amor fou en un universo hostil, o romper la racionalidad de una calculadísima puesta en escena a través de arrebatos estilísticos, recursos impresionistas y homenajes a Jacques Demy o Robert Altman antes que a Goodfellas. Fue una película rara y delicada, pero también la semilla de su posterior Trilogía Secreta del Siglo XX, integrada por There Will Be Blood, The Master y Inherent Vice.

Lo que le interesa a Anderson en cada una de sus tres obras maestras (¿qué otro director puede presumir de un hat-trick similar?) son las dualidades, siempre contradictorias, en las que parece dirimirse siempre la batalla por el alma de su país. There Will Be Blood empezó por el principio, por las manos que construyeron América: de un lado, la codicia casi bíblica de los robber barons, con el petróleo corriendo por sus marginalmente mamíferas venas; del otro, la muy materialista fe de los pastores pentecostales, obsesionados con anexionarse el milagro del dinero líquido. Así, capitalismo y religión son presentados como fuerzas primordiales, casi telúricas, cuyo combate final adquiere la forma de ritual grotesco pre-Gran Depresión. Sin embargo, Daniel Plainview ganó. Y su triunfo, fruto de un proceso de deshumanización que lo asemeja a una figura gótica, prefiguraría las dos siguiente películas de PT.

Con The Master, el director echa un vistazo a la fractura que la bomba atómica provocó en la psique norteamericana. En concreto, a las dos mutaciones de hombre que emergieron de ella: el Paria, steinbeckiano y sin memoria, capaz de responder solamente a sus pulsiones más primitivas; y el Maestro, demiurgo hecho a sí mismo, con una capacidad para someter la realidad a sus deseos digna de L. Ron Hubbard. El reconocimiento inicial entre ambos es aún más poderoso que en There Will Be Blood, porque The Master realmente trata sobre la simbiosis entre modelos de conducta necesarios para la regeneración espiritual propia de la Era de la Opulencia. La hipnosis no funciona sin sujetos voluntarios. Un maestro no es absolutamente nada sin un aprendiz. No hay una catársis, sino una anulación cósmica del segundo que se resuelve en forma de canción. El movimiento prefigura el único lugar posible para Anderson después de The Master: Thomas Pynchon, tan obsesionado como él con los procesos de erosión a los que el sistema somete siempre a la contracultura.

Inherent Vice adapta con ingenio una novela edificada sobre epistemología drogata, balances kármicos y la integración (secreta) de la utopía en el sistema. Steinbeck ha evolucionado (por la vía del humo sagrado) hasta convertirse en un cruce entre Philip Marlowe y los Freak Brothers, pero su batalla estilo Sísifo contra las nuevas formas de esclavitud espiritual se mantiene intacta. Es curioso comprobar cómo las tres películas tratan sobre la comercialización de la fe: pastores locales, líderes sectarios y clínicas de desintoxicación (en alianza con sanatorios mentales y asociaciones de dentistas) son sólo prolongaciones siniestras de un Sueño Americano diseñado para crujir al ciudadano común y garantizar la perpetuación del capitalismo. "La gente como usted perdió todo derecho a hacerse respetar en el momento en que pagó su primer alquiler", le explica un aristócrata de la Baja California al protagonista de Inherent Vice. El viejo sueño de Plainview no hizo sino solidificarse a lo largo del siglo XX. Los pequeños brotes utópicos surgidos al calor de dos conflictos bélicos (el desarraigo socialista tras la Segunda Guerra Mundial, el movimiento hippie con Vietnam) fueron corregidos, la religión fue sometida a los deseos del dinero, el porvenir de Estados Unidos descansa a salvo en la boca que sostiene el sorbete más largo. La que se bebe todo tu batido de leche. Se lo bebe entero.

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