¿POR QUÉ SIEMPRE NOS GUSTAN MÁS LOS PERSONAJES SECUNDARIOS QUE LOS PROTAGONISTAS DE LAS SERIES? [www.facebook.com/actoresdirectoresguionistas]
En las sitcom el protagonista es sencillamente un tipo normal, sin embargo, el secundario no está limitado por esquemas procedimentales ni emocionales
Con la huelga de guionistas del año 2007 se puso de manifiesto algo que llevaba años en ebullición: el trabajo de los creadores de series necesitaba ser visibilizado porque su estatus había subido como la espuma de un concurso de camisetas mojadas. Las series habían dejado de ser un mero trámite administrativo con el televisor antes o después de comer. De ver cosas para pasar el rato pasamos a que la cosa en casa fuese ver series. Al espectador ya no le bastaba con ver a Oliver Atom recorriendo el campo durante cincuenta episodios, que es lo mismo que Mitch Buchannon tardaba en llegar al agua de Santa Mónica con su pecho palomo.
Las series empezaron a arrebatarle dinero, directores, guionistas y estrellas al cine. Los canales de cable básico optaron por crear sus propios productos. Cambió la forma de consumo. Y a la par nació el fenómeno fan amasado en las fauces de Internet, una supracomunidad que quería y necesitaba comentar qué significaban aquellos malditos osos polares en una isla de clima tropical. Para cuando Lost empezó a tejer el fenómeno, el traje ya estaba en los armarios. Algunos pasamos tanto tiempo buceando en foros que nos creíamos que la isla era una nave espacial de origen extraterrestre.
Este antes y después fue más allá de la estética o del plano argumental, las series también cambiaron a nivel estructural. Porque había nacido la época dorada de los personajes secundarios. Hasta entonces un personaje secundario era mayoritariamente aquel que reforzaba al principal sin quitarle protagonismo. Generaba subtramas que no tenían la fuerza de la trama principal. Un guionista sabe que el personaje protagonista se alimenta de la identificación colectiva. Héroe o antihéroe, asombroso o miserable, está construido para que el público empatice con él.
En las sitcom el protagonista es sencillamente un tipo normal. Juan Pérez jugando a las cartas un viernes por la noche o viendo Bob Esponja con sus hijos. El secundario, sin embargo, no está limitado por esquemas procedimentales ni emocionales. Así que la fórmula cambió. Las series mejoraron sustancialmente cuando se empezó a buscar en los extras una determinada gestualidad, la locura, la indiferencia, la extravagancia, la neurosis o un sentido del humor más evolucionado. La curva en la línea recta.
En los últimos años los personajes secundarios han logrado que el propio adjetivo pierda validez. Dustin en Stranger Things, Christopher Moltisanti en The Sopranos, Josh Lyman en The West Wing, Omar Little en The Wire, Bill Haverchuck en Freaks and Geeks, Ron Swanson en Parks and Recreation, Becky en Empire, Margaret Scully en Masters of Sex. El éxito de series como The Good Wife está precisamente en los robaescenas. Cada vez que veíamos aparecer a Eli Gold recolocándose el pelo, o a su maravillosa hija, nos acercábamos al ordenador. Cada vez que veíamos a Elsbeth Tascioni subíamos el volumen. Hasta los chicos de la National Security Agency eran tan buenos que nos hubiese gustado que leyesen nuestras conversaciones en Whatsapp.
Un guionista sabe que el personaje protagonista se alimenta de la identificación colectiva. Los secundarios gustan tanto que después de la tormenta a veces llega el spin-off. Por clamor popular muchos de estos secundarios dejan de jugar en el filial, pero suele ocurrir que al sacarlos de su entorno y convertirlos en protagonistas su identidad se desdibuja. Le pasó a Matt LeBlanc en Joey, por ejemplo. Sólo funciona en honrosas excepciones. Y claro, no todo el monte es Frasier ni todos los caminos llevan a Melrose Place.
Con la huelga de guionistas del año 2007 se puso de manifiesto algo que llevaba años en ebullición: el trabajo de los creadores de series necesitaba ser visibilizado porque su estatus había subido como la espuma de un concurso de camisetas mojadas. Las series habían dejado de ser un mero trámite administrativo con el televisor antes o después de comer. De ver cosas para pasar el rato pasamos a que la cosa en casa fuese ver series. Al espectador ya no le bastaba con ver a Oliver Atom recorriendo el campo durante cincuenta episodios, que es lo mismo que Mitch Buchannon tardaba en llegar al agua de Santa Mónica con su pecho palomo.
Las series empezaron a arrebatarle dinero, directores, guionistas y estrellas al cine. Los canales de cable básico optaron por crear sus propios productos. Cambió la forma de consumo. Y a la par nació el fenómeno fan amasado en las fauces de Internet, una supracomunidad que quería y necesitaba comentar qué significaban aquellos malditos osos polares en una isla de clima tropical. Para cuando Lost empezó a tejer el fenómeno, el traje ya estaba en los armarios. Algunos pasamos tanto tiempo buceando en foros que nos creíamos que la isla era una nave espacial de origen extraterrestre.
Este antes y después fue más allá de la estética o del plano argumental, las series también cambiaron a nivel estructural. Porque había nacido la época dorada de los personajes secundarios. Hasta entonces un personaje secundario era mayoritariamente aquel que reforzaba al principal sin quitarle protagonismo. Generaba subtramas que no tenían la fuerza de la trama principal. Un guionista sabe que el personaje protagonista se alimenta de la identificación colectiva. Héroe o antihéroe, asombroso o miserable, está construido para que el público empatice con él.
En las sitcom el protagonista es sencillamente un tipo normal. Juan Pérez jugando a las cartas un viernes por la noche o viendo Bob Esponja con sus hijos. El secundario, sin embargo, no está limitado por esquemas procedimentales ni emocionales. Así que la fórmula cambió. Las series mejoraron sustancialmente cuando se empezó a buscar en los extras una determinada gestualidad, la locura, la indiferencia, la extravagancia, la neurosis o un sentido del humor más evolucionado. La curva en la línea recta.
En los últimos años los personajes secundarios han logrado que el propio adjetivo pierda validez. Dustin en Stranger Things, Christopher Moltisanti en The Sopranos, Josh Lyman en The West Wing, Omar Little en The Wire, Bill Haverchuck en Freaks and Geeks, Ron Swanson en Parks and Recreation, Becky en Empire, Margaret Scully en Masters of Sex. El éxito de series como The Good Wife está precisamente en los robaescenas. Cada vez que veíamos aparecer a Eli Gold recolocándose el pelo, o a su maravillosa hija, nos acercábamos al ordenador. Cada vez que veíamos a Elsbeth Tascioni subíamos el volumen. Hasta los chicos de la National Security Agency eran tan buenos que nos hubiese gustado que leyesen nuestras conversaciones en Whatsapp.
Un guionista sabe que el personaje protagonista se alimenta de la identificación colectiva. Los secundarios gustan tanto que después de la tormenta a veces llega el spin-off. Por clamor popular muchos de estos secundarios dejan de jugar en el filial, pero suele ocurrir que al sacarlos de su entorno y convertirlos en protagonistas su identidad se desdibuja. Le pasó a Matt LeBlanc en Joey, por ejemplo. Sólo funciona en honrosas excepciones. Y claro, no todo el monte es Frasier ni todos los caminos llevan a Melrose Place.
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