SECCIÓN EL CLUB DEL ROCK: Morrissey y el Misterio de La Tía Veneno
En el país de la fusión novoandina, un penne atomatado (¿a la puta-nesca?) nos dejó sin Morrissey. ¿Deberíamos prohibir la comida italiana? Habría que considerarlo: que hable Torre Tagle
Pero no: un mensaje
en su página web anuncia desde el ciberespacio que su infección no fue
ocasionada por la papa rellena ni el tacoo-tacoo: fue un penne entomatado
entumecido. La culpa es de la bella Italia. Nuestra honra está salvo. (¿Quién
le dijo a Morrissey que viniera al Perú a comer platos de bachiches?)… Y ahora
que estuvimos a punto de apanar y deglutir al genio de Lancashire, todo por una
bacteria en un tomate, recordemos que aquí nomás, atracito de los restaurantes
y los coliseos, siguen los pueblos jóvenes, la desnutrición, la miseria
general, el país de siempre. Nunca sabremos a quién se le ocurrió deslizar elmaledetto pomodoro por el esófago de
Morrissey, pero sabemos que mucha comida malograda afectará a los niños del
Pronaa en cualquier momento. Y será menos noticia.
Viene Miguel Bosé, los periodistas
lo acribillan con las preguntas que parecen ser tópico obligado en los cursos
de Entrevista I, II y III en las escuelas de periodismo del país. Es decir, con
qué platos peruanos ha tenido intimidad, si ya probó el pisco sour, qué manjar
local oculta en su mesa de noche y otras interrogantes diseñadas para llegar
al (plato de) fondo del personaje y comprender el (anticucho de) corazón de su
arte. Acto seguido, a Bosé se le escapa el duende lorquiano y desconcierta a
los periodistas respondiendo no acerca del menú de la inmensa nación-restaurant
en cuyo aeropuerto acaba de aterrizar, sino criticando la tontería de las preguntas.
A los reporteros se les recuecen los sesos a la peruana en su tinta de líquido
encéfalo-raquídeo. Enigmáticamente, la opinión pública no crucifica al
movedizo cantautor español ni le saca en cara su inteligencia elitista, ni lo
lanza a la gran olla comunal para comérselo con su pan; por el contrario, le da
la razón. Bosé, al día siguiente, a la hora del almuerzo post-incaico, que es
como la nueva misa criolla, se reconcilia con la peruanidad al exclamar “ñam
ñam” al tiempo que procede a degustar una hilera interminable de exóticos potajes
de la fusión novoandina.
Los periodistas, para mayor
sorpresa de la ciudadanía, aprenden su lección y guardan el viejo cuaderno
Loro en que llevan anotadas sus preguntas. He aquí que desciende sobre el Jorge
Chávez ni más ni menos que Steven Patrick Morrissey (Lancashire 1959 – ¿Lima
2013?) con la intención de brindar a sus engominados seguidores dos
conciertos-boutique, conciertos-delicatessen, solo para iniciados. La nube
periodística le formula preguntas asaz controversiales (ok, no) que, insólitamente,
en ningún momento parecen siquiera orbitar las inmediaciones del planeta
Mistura. Morrissey, quien ya estuvo antes en esta feria gastronómica
permanente que es la República de Marca Perú®, y que debido a esa experiencia
previa, probablemente había ensayado en su aeronave las palabras “cevichei”,
“tacoo-tacoo”, “chanfainitah” y “raspadilah de aguaymantou”, se encuentra ante
el insólito deber de hablar de música. El observador, unos días después, se
preguntará: ¿Por qué no le hablaron de comida? ¿Por qué nadie le dijo nada a
este pobre hombre?
Morrissey, en Lima, vive un romance británico con sus fanáticos. Una
masa caótica que bordea los 25 lo espera en la puerta de su hotel en la capital
nacional del post-punk, el aguerrido distrito de Miraflores. Le piden
autógrafos: los firma; se toman fotos con él: sonríe como la Gioconda, saco a
cuadros, penacho rebelde, un creciente parecido con Jean Paul Strauss. No está
solo de paso: se quedará varios días en Lima. Un cuidadoso plan alimentario
vincula su estómago con la mesa patria pero, entonces, sobreviene lo
inesperado. Su equipo de prensa anuncia que el artista ha caído víctima del mal
peruano: la bicicleta.
El país es recorrido por un temblor interior: ¿será que la cada vez más
sofisticada cuisine
péruvienne, orgullo nacional,
que ha suplantado en la imaginación de la aldea local a Machu Picchu, a
Chabuca, a Santa Rosita, al almirante Miguel Grau y al segundo himno nacional
más bello del mundo, y que dentro de poco conquistará los cinco continentes,
sigue siendo, después de todo, la misma antigua cocina de carretilla popular,
carne de caballo, aguas servidas y peces con patas, caldo de cultivo de todas
las bacterias del universo? ¿Qué será de los peruanos si el inminente deceso
del maestro Morrissey, víctima de un sospechoso y posiblemente chalaco vibrio cholerae, nos devuelve al pasado y enfrenta a la imagen que solíamos tener de
nosotros hasta que Gastón Acurio refundó el Estado-nación? ¿Será que en el fondo
seguimos siendo el mismo país de siempre, moribundo, muerto de hambre,
caótico, corrupto, huachafoso, a años luz de la modernidad y a siglos luz del
primer mundo? Sólo que, en tiempos recientes, pásate ese tiradito, chilcanos
van, chilcanos vienen, hemos tenido la barriga llena y, por lo tanto, hemos
creído tener, también, el corazón contento, sin recordar que hay otras cosas en
el mundo además de los tres refrigerios del día.
La prensa vuelve al escenario: el periodismo de investigación sigue el
rastro del culpable. Un diario reputado por sus destapes (de calatas) descubre
al maléfico culpable: una papa rellena. Siempre hemos sospechado de ella. Nunca
supimos si es plato de brunch, almuerzo o cena; nunca supimos si es entrada o
segundo, si debe o no debe llevar pasas. Es distinta. Pero algo no calza:
Morrissey es vegetariano, la papa rellena lleva carne. Si le sirven una,
comerá solo lo de afuerita. Si la papa es inocente, ¿quién tiene la culpa? Los
ojos empiezan a apuntar al extranjero: el extraño saco a cuadros, el penacho
anacrónico. Morrissey canceló una gira en Estados Unidos hace un tiempo debido
a una crisis de úlceras. Dicen que en Lima no había vendido muchas entradas.
Después de declarar que suspendía todas sus fechas latinoamericanas, se
corrigió y repuso en el calendario sus conciertos en Argentina y Brasil.
¿Desaire? Insoportable representante de la imperial Rubia Albión,
Morrissey no solo había plantado a la masa de casi 25 en las puertas de su
hotel en el asentamiento humano Miraflores; además había querido culpar al
único dios que queda de pie en el retablo patrio: nuestro arte culinario. Quiso
enfrentar a nuestra gastronomía con nuestra gastroenterología sin importarle
los sentimientos de los demás comensales. Burn the disco, hang the blessed DJ!, grité yo. Démosle su merecido.
Ha atenta do contra los dos símbolos más visibles de nuestro cosmopolitismo:
los conciertos de músicos anglosajones no enteramente pasados de moda y
nuestro plan de conquistar el planeta estómago por estómago.
Autor: GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU
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