SECCIÓN EL CLUB DEL ROCK: Morrissey y el Misterio de La Tía Veneno

En el país de la fusión novoandina, un penne atomatado (¿a la puta-nesca?) nos dejó sin Morrissey. ¿Deberíamos prohibir la comida italiana? Habría que considerarlo: que hable Torre Tagle


Viene Miguel Bosé, los perio­distas lo acribillan con las pre­guntas que parecen ser tópico obligado en los cursos de Entrevista I, II y III en las escuelas de periodismo del país. Es decir, con qué platos perua­nos ha tenido intimidad, si ya probó el pisco sour, qué manjar local oculta en su mesa de noche y otras interro­gantes diseñadas para llegar al (plato de) fondo del personaje y comprender el (anticucho de) corazón de su arte. Acto seguido, a Bosé se le escapa el duende lorquiano y desconcierta a los periodistas respondiendo no acerca del menú de la inmensa nación-restaurant en cuyo aeropuerto acaba de aterrizar, sino criticando la tontería de las pre­guntas. A los reporteros se les recuecen los sesos a la peruana en su tinta de líquido encéfalo-raquídeo. Enigmáti­camente, la opinión pública no cruci­fica al movedizo cantautor español ni le saca en cara su inteligencia elitista, ni lo lanza a la gran olla comunal para comérselo con su pan; por el contrario, le da la razón. Bosé, al día siguiente, a la hora del almuerzo post-incaico, que es como la nueva misa criolla, se reconci­lia con la peruanidad al exclamar “ñam ñam” al tiempo que procede a degustar una hilera interminable de exóticos po­tajes de la fusión novoandina.

Los periodistas, para mayor sorpre­sa de la ciudadanía, aprenden su lec­ción y guardan el viejo cuaderno Loro en que llevan anotadas sus preguntas. He aquí que desciende sobre el Jorge Chávez ni más ni menos que Steven Patrick Morrissey (Lancashire 1959 – ¿Lima 2013?) con la intención de brin­dar a sus engominados seguidores dos conciertos-boutique, conciertos-deli­catessen, solo para iniciados. La nube periodística le formula preguntas asaz controversiales (ok, no) que, insólita­mente, en ningún momento parecen siquiera orbitar las inmediaciones del planeta Mistura. Morrissey, quien ya estuvo antes en esta feria gastronómi­ca permanente que es la República de Marca Perú®, y que debido a esa expe­riencia previa, probablemente había ensayado en su aeronave las palabras “cevichei”, “tacoo-tacoo”, “chanfaini­tah” y “raspadilah de aguaymantou”, se encuentra ante el insólito deber de hablar de música. El observador, unos días después, se preguntará: ¿Por qué no le hablaron de comida? ¿Por qué nadie le dijo nada a este pobre hombre?


Morrissey, en Lima, vive un roman­ce británico con sus fanáticos. Una masa caótica que bordea los 25 lo espera en la puerta de su hotel en la capital nacional del post-punk, el aguerrido distrito de Miraflores. Le piden autógrafos: los fir­ma; se toman fotos con él: sonríe como la Gioconda, saco a cuadros, penacho rebelde, un creciente parecido con Jean Paul Strauss. No está solo de paso: se quedará varios días en Lima. Un cuida­doso plan alimentario vincula su estó­mago con la mesa patria pero, entonces, sobreviene lo inesperado. Su equipo de prensa anuncia que el artista ha caído víctima del mal peruano: la bicicleta.

El país es recorrido por un temblor interior: ¿será que la cada vez más sofisticada cuisine péruvienne, orgu­llo nacional, que ha suplantado en la imaginación de la aldea local a Machu Picchu, a Chabuca, a Santa Rosita, al almirante Miguel Grau y al segundo himno nacional más bello del mundo, y que dentro de poco conquistará los cinco continentes, sigue siendo, des­pués de todo, la misma antigua cocina de carretilla popular, carne de caballo, aguas servidas y peces con patas, cal­do de cultivo de todas las bacterias del universo? ¿Qué será de los peruanos si el inminente deceso del maestro Mo­rrissey, víctima de un sospechoso y posiblemente chalaco vibrio cholerae, nos devuelve al pasado y enfrenta a la imagen que solíamos tener de noso­tros hasta que Gastón Acurio refundó el Estado-nación? ¿Será que en el fon­do seguimos siendo el mismo país de siempre, moribundo, muerto de ham­bre, caótico, corrupto, huachafoso, a años luz de la modernidad y a siglos luz del primer mundo? Sólo que, en tiempos recientes, pásate ese tiradito, chilcanos van, chilcanos vienen, he­mos tenido la barriga llena y, por lo tanto, hemos creído tener, también, el corazón contento, sin recordar que hay otras cosas en el mundo además de los tres refrigerios del día.

La prensa vuelve al escenario: el periodismo de investigación sigue el rastro del culpable. Un diario reputa­do por sus destapes (de calatas) des­cubre al maléfico culpable: una papa rellena. Siempre hemos sospechado de ella. Nunca supimos si es plato de brunch, almuerzo o cena; nunca supi­mos si es entrada o segundo, si debe o no debe llevar pasas. Es distinta. Pero algo no calza: Morrissey es vegetaria­no, la papa rellena lleva carne. Si le sirven una, comerá solo lo de afuerita. Si la papa es inocente, ¿quién tiene la culpa? Los ojos empiezan a apuntar al extranjero: el extraño saco a cuadros, el penacho anacrónico. Morrissey canceló una gira en Estados Unidos hace un tiempo debido a una crisis de úlceras. Dicen que en Lima no había vendido muchas entradas. Después de declarar que suspendía todas sus fechas latinoamericanas, se corrigió y repuso en el calendario sus conciertos en Argentina y Brasil.


¿Desaire? Insoportable representan­te de la imperial Rubia Albión, Morris­sey no solo había plantado a la masa de casi 25 en las puertas de su hotel en el asentamiento humano Miraflores; ade­más había querido culpar al único dios que queda de pie en el retablo patrio: nuestro arte culinario. Quiso enfren­tar a nuestra gastronomía con nuestra gastroenterología sin importarle los sentimientos de los demás comensales. Burn the disco, hang the blessed DJ!, gri­té yo. Démosle su merecido. Ha atenta­ do contra los dos símbolos más visibles de nuestro cosmopolitismo: los con­ciertos de músicos anglosajones no en­teramente pasados de moda y nuestro plan de conquistar el planeta estómago por estómago.

Pero no: un mensaje en su página web anuncia desde el ciberespacio que su infección no fue ocasionada por la papa rellena ni el tacoo-tacoo: fue un penne entomatado entumecido. La culpa es de la bella Italia. Nues­tra honra está salvo. (¿Quién le dijo a Morrissey que viniera al Perú a co­mer platos de bachiches?)… Y ahora que estuvimos a punto de apanar y deglutir al genio de Lancashire, todo por una bacteria en un tomate, recor­demos que aquí nomás, atracito de los restaurantes y los coliseos, siguen los pueblos jóvenes, la desnutrición, la miseria general, el país de siempre. Nunca sabremos a quién se le ocurrió deslizar elmaledetto pomodoro por el esófago de Morrissey, pero sabemos que mucha comida malograda afecta­rá a los niños del Pronaa en cualquier momento. Y será menos noticia.

Autor: GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU

 

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